
Eder. Óleo de Irene Gracia
Lluís Bassets
Tian Anmen es un lugar extraño. Un espacio vastísimo, en el centro de una ciudad inmensa, que no se puede cruzar sin que vibre la carga de significados históricos que acompañan a su historia. Está toda ella orientada hacia el norte, donde está la Ciudad prohibida, a la que se accede por la puerta que da nombre a la plaza, con el gran retrato de Mao bajo la balconada inacabable donde la nomenclatura del régimen y sus invitados se asoma periódicamente para saludar al pueblo y presenciar los desfiles. Flanqueada por dos edificios de arquitectura soviética, el Palacio del Pueblo donde se reúne la asamblea popular y se celebran las recepciones oficiales, y el Museo Nacional de China, en su centro se hallan otras dos piezas de estética e inspiración estalinista, el Monumento a los Héroes y el Mausoleo de Mao Zedong donde se guarda y venera el sagrado cadáver.
Esta plaza se hizo como todo se hace en la China imperial. Por la acción despiadada de un designo bendecido por el cielo, que destruyó barriadas enteras en la remodelación del Pekín maoísta en 1949; como ha sucedido ahora con el Pekín de los Juegos Olímpicos. Al igual que las sucesivas generaciones son sacrificadas al dragón de la historia, también la ciudad sufre estos cambios crueles que asemejan movimientos tectónicos. En el caso de la plaza infinita, el objetivo declarado era abrir un vastísimo escenario a la acción de la historia: en ella se proclamó la República Popular China, en ella se celebraron las inmensas manifestaciones de la Revolución Cultural lanzada por Mao Zedong, allí se despliegan las descomunales paradas militares y fue allí también donde, para desgracia de los dirigentes comunistas, los jóvenes de 1989 quisieron hacer también historia pero en sentido contrario al apetecido por el régimen.
Tian Anmen, el centro de la capital del imperio del centro, que es como decir el centro del mundo, donde yace el cadáver embalsamado del emperador rojo como testimonio de lo que siempre perdura, es el espejo deslumbrante en el que la nueva China capitalista no osa contemplar su propio rostro. Todo lo que viene sucediendo en China desde 1978, cuando el Pequeño Timonel Deng Xiaoping volvió a tomar la dirección de la nave, es fruto de una contradicción irresoluble. De una parte, nada se hubiera hecho sin el puño de hierro que unifica y disciplina el país bajo la dictadura del partido comunista. De la otra, el camino emprendido, el del capitalismo, la libertad económica, la globalización, aleja cada vez más el país real del culto a Mao Zedong, a los héroes revolucionarios y al comunismo, de todo lo que representa y sucede en la plaza.
Tian Anmen es como la propia ideología del régimen, el vacío convertido en mito y realidad. El marxismo chino no es ni siquiera una ideología, apenas tiene ya la consistencia de un dogma. Es un conjunto de frases que hay que memorizar y repetir, un catecismo al que hay que prestar adhesión pública sin que nada de lo que en él se dice tenga que ver cómo son las cosas. Frente al multipartidismo, la dirección única del partido comunista. Frente al pluralismo ideológico, el marxismo leninismo. Frente a la división de poderes las opacas consultas a la asamblea del pueblo. La palabra comunismo en China sólo significa dictadura de partido, y ya es suficiente. Lo único que importa es la funcionalidad de la ideología, no su contenido: es la dimensión verbal que sirve para cohesionar en el vacío de sus palabras el poder concentrado en manos de una casta fuertemente organizada. Exactamente igual que la plaza.
La libertad llegará a China el día en que las víctimas de Tian Anmen, ese 6/4 convertido en tabú, sean honradas por todo el país; el mausoleo sea desmontado; el retrato sea trasladado al Museo Nacional; y la plaza se abra como espacio civil sin vigilancia a las libertades de expresión, reunión y manifestación de los ciudadanos. Es perfectamente lógico que a los dirigentes chinos les entre el pánico cada vez que alguien osa nombrar los acontecimientos ocurridos allí ahora hace 20 años.