Lluís Bassets
Una vez más, Italia marca el camino. Lo ha hecho con frecuencia para
lo mejor: el Renacimiento. También para lo peor: el fascismo. O lo de
ahora: la virulenta expulsión de la comunidad inmigrante de Rosarno, en
Calabria, después de unos enfrentamientos entre los locales y los
jornaleros agrarios africanos. El rechazo del otro, la fobia del
extraño y el racismo no son exclusiva de nadie: partidos
protofascistas, iniciativas xenófobas y legislaciones represivas
proliferan desde Vic hasta Copenhague. Pero el vanguardismo italiano,
facilitado por la mezcla de la fría política de los negocios con las
ideologías calientes de la exclusión, ha dado una de las legislaciones
más severas contra los inmigrantes de toda Europa y la mayor
desprotección posible del Estado hacia los extranjeros.
Precisamente donde peor suelen ir las cosas es allí donde el Estado
se retira, dejando un vacío que sólo llena la delincuencia. El contexto
no es únicamente de rendición gubernamental en el mantenimiento del
orden público y el imperio de la ley. Calabria tiene el récord de
evasión fiscal y es a la vez una región subsidiada y carcomida por la
corrupción. No es el caso de un Estado mínimo thatcheriano, sino de un
Estado privatizado y confundido con el poder económico de Silvio
Berlusconi, ocupado estos días, como durante toda su larga etapa en el
poder, en sortear sus procesos judiciales y conseguir la inmunidad ante
los jueces, mientras sus socios de la Liga del Norte se dedican a
aplicar y difundir sus contundentes ideas acerca de la inmigración.El
mal estado de la economía y el incremento de las cifras del paro son
más combustible sobre estas brasas ardientes, pero no deben llevar a
confundirnos. El problema central con el que se enfrenta Europa es el
de construir un modelo eficaz, respetuoso y civilizado de integración
de sus inmigrantes, que permita absorber la mano de obra necesaria para
mantener su riqueza, sus valores y formas de vida y sobre todo el
Estado de bienestar. Éste es el reto que plantea un mundo cambiante, en
el que las próximas cuatro décadas contemplarán cómo Europa se encoge
de forma drástica respecto al resto del planeta, tanto en su demografía
como en su producto interior bruto y no digamos ya en su capacidad de
acción política, merced esta última a su ya proverbial indolencia.Este
mes China ya ha superado a Alemania como primer país exportador y a
Estados Unidos como primer mercado automovilístico del mundo. Durante
2010 puede superar a Japón en cifras de PIB, convirtiéndose en la
segunda economía mundial detrás sólo de EE UU. En las cuatro próximas
décadas Europa perderá a espuertas peso, riqueza y poder no sólo en
relación a China sino a Brasil e India. Según ha señalado Felipe
González, en un adelanto de sus reflexiones sobre el futuro del
continente, para mantenernos en la carrera, empezando por la interior
de nuestras economías y nuestro modelo de sociedad, necesitaremos para
2050 nada menos que 70 millones de trabajadores inmigrantes nuevos.Frente
a estos cambios radicales, la reacción digamos que espontánea de la
población europea es conservadora y defensiva: ante la pérdida de peso
y centralidad, la pluralidad y la diferencia, atrincherémonos en
nuestra identidad e ideología. La lista es larga: el referéndum suizo
contra los minaretes, la prohibición francesa del velo en las escuelas,
el discurso de Ratzinger en Ratisbona, el ascenso de partidos
xenófobos, las modificaciones en las leyes de asilo e inmigración o la
hostilidad francesa y alemana al ingreso de Turquía en la UE. Como
resultado, la imagen de una Europa fortaleza, que expulsa y criminaliza
a sus inmigrantes, está pegando fuerte, mucho más de lo que se percibe
desde la propia Europa, en todo el resto del mundo.Contrariamente
a lo que dice el manual progresista al uso, el suicidio de Europa no es
la aplicación de un proyecto de extrema derecha. O no sólo. La tierra
donde crece son las tensiones y dificultades que sufren sobre todo los
más desasistidos: en Calabria hay también una guerra entre pobres.
Desde los suburbios franceses lepenizados hasta los parados
calabreses que la 'Ndrangheta manipula, la base social más genuina del
populismo y de las pestes negras del signo que sea son siempre los
menos favorecidos. Luego está el abono que los hace crecer: ese Estado
ausente, corrupto y privatizado. Y una lluvia fina mediática hecha de
antiprogresismo, incorrección política y comunitarismo occidental
disfrazado de universalismo. Al fin lo que tiramos por la borda son los
valores genuinamente europeos, las ideas de la Ilustración que han sido
hasta ahora la tracción de la modernidad occidental. Por este camino,
primero perderemos el alma, pero después lo perderemos todo, Estado de
bienestar incluido.