Lluís Bassets
Los alemanes han celebrado este fin de semana el 20 aniversario la unidad alemana. Ha sido una celebración solemne pero contenida. Las susceptibilidades entre europeos están a flor de piel, no tan sólo por las reacciones de mutua culpabilización suscitadas por la crisis. Basta con recordar el último Consejo Europeo en que Sarkozy y Barroso se tiraron los trastos a la cabeza a propósito de los gitanos rumanos en una sala donde se podía cortar el aire por la tensión entre los mandatarios europeos. La economía alemana ha resurgido con fuerza, pero el nuevo Gobierno de centro derecha de la señora Merkel también ha dado muestras de un cierto desencanto europeo. Alemania, a los 20 años de la unificación, se ha despegado totalmente de la paridad con Francia y ahora mira por encima del hombro a los países grandes que pretendían igualarse a su potencial demográfico, económico y sobre todo político. Con la consecuencia de que el europeísmo, antaño perfectamente enraizado entre los alemanes, no pasa ahora sus mejores momentos.
Estas son las razones para una celebración de bajo perfil, pero también las explicaciones para el discurso del principal protagonista político de la unificación, el hombre que echó el resto cuando se le presentó la oportunidad de convertir las dos alemanias en una sola. El canciller de la unificación Helmut Kohl hizo el sábado un reproche sutil a sus conciudadanos a propósito del rescate de la deuda pública griega: ?Tengo la impresión de que algunos han perdido el sentido de lo que significa una Europa unida para todos nosotros?. Kohl no ha sido tan sólo el canciller de Alemania. Ha sido el canciller de Europa: sin su estatura política no tendríamos euro, no habrían existido las políticas de cohesión que tanto han contribuido al crecimiento español y no se habría producido la ampliación. Por eso también apeló a no poner en duda la integración europea desde Alemania. Nos quejamos de que tenemos poca Europa, pero la poca que tenemos la tenemos gracias a personajes como Kohl.
También fue interesante el estreno del presidente federal, Christian Wulff, elegido a principios del verano, que pronunció su primer discurso en sus solemnes funciones de personaje moral, por encima de la politiquería. Wulff llegó al palacio presidencial de Bellevue en Berlín sin carisma, en contraste con el candidato de la izquierda Joachim Gauck, y como resultado de una jugada maquiavélica de Angela Merkel, la sosegada canciller que ha ido imponiéndose frente a los barones regionales democristianos con un juego de codos tan paulatino como eficaz. Wulff, este domingo del 20 aniversario de la unidad alemana, ha sabido cazar la oportunidad para prestigiar su figura con un discurso sobre la inmigración que ha merecido aplausos a derecha e izquierda, y que marca distancias con la oleada populista que sube en el conjunto de Europa.
El presidente federal ha dicho dos cosas, la primera que los inmigrantes deben integrarse y respetar su Constitución, y la segunda que sus creencias y su identidad religiosa merecen también el máximo respeto. Lo ha dicho con dos frases destinadas a perdurar: se ha declarado presidente de todos, también de los musulmanes; y ha señalado que el Islam, como el cristianismo y el judaísmo, forma parte también de Alemania. Esto es importante en este aniversario porque Europa está dividiéndose de nuevo. Pero esta vez no es un nuevo telón de acero ni un muro el que divide el continente en dos, sino una barrera que está separando a sus sociedades en razón de su identidad cultural, su origen y su religión. Que en mitad de la efervescencia populista y del oportunismo electoral, una vez conservadora se levante contra esta nueva división es una de las mejores noticias que podía deparar el aniversario de la unidad alemana.