Lluís Bassets
Difícil papeleta la del Vaticano en esta nueva época de la globalización multipolar y tecnológica. Aguantó mejor la embestida de la modernidad con el anterior Pontífice Romano, el polaco Wojtila, que algo supo sintonizar con el espíritu de los tiempos. Pero parece abocado en cambio a un penoso naufragio con el bávaro Ratzinger ?cinco años ya en el sede pontificia–, que combina la solidez intelectual de un catedrático de teología germánico con la torpeza diplomática y política de un pobre cura de provincias.
Juan Pablo II fue un Papa profundamente político, impulsor junto a Walesa, Havel, Reagan y Gorbachev, de la mayor transformación de Europa y del mundo desde 1917. Supo aprovechar luego la globalización resultante para hacer llegar los mensajes y los símbolos del catolicismo romano a todos los rincones del planeta, teñidos de un profundísimo contenido conservador, e incluso reaccionario en cuestiones de moral.
El ideólogo de aquel curioso movimiento de repliegue ideológico y de expansión mediática planetaria era quien sería su sucesor, Joseph Ratzinger, martillo de progres y relativistas que ha ido desmochando el huerto teológico de toda cabeza heterodoxa que asomara a su izquierda. Éste ha sido el Papa de la identidad católica, que ha reivindicado las raíces cristianas de Europa, se ha reconciliado con el integrismo preconciliar y ha mostrado su vocación casi medieval de entrar en un torneo con musulmanes y judíos para demostrar la superioridad de sus propias creencias.
Entre ambos Papas, ajenos a las dudas y a las angustias del Papa Montini y a la sintonía con su época y a la bondad del Papa Roncalli, han conseguido convertir a la Iglesia de Roma en el mascarón de proa de un comunitarismo occidental que da la espalda a la Iglesia de los humildes y de los pobres y encuentra el aplauso y la devoción de las clases conservadoras y adineradas europeas y americanas. Teocons y neocons son primos hermanos. Y eso ha sucedido en los mismos años en que Europa derivaba a todo galope hacia el laicismo, el islamismo embarrancaba en el fundamentalismo y en las tentaciones yihadistas y la religiosidad realmente existente se acercaba al patchwork de un nuevo mundo multicultural y sin grandes faros de referencia, exacta correspondencia del nuevo mundo multipolar.
El escándalo de la pederastia clerical encubierta por la jerarquía es el remache a los cinco años de reafirmación identitaria católica de Ratzinger: muestra un profundo e inquietante desfase ante las exigencias de los Estados de Derecho y de la modernidad jurídica por parte de una institución que ha venido protegiendo con el secreto papal los delitos comunes cometidos por sus servidores sobre los más vulnerables e indefensos. Por más que haya sido el propio Ratzinger quien ha encendido la mecha desde su cargo de prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe o ex Santo Oficio, su falta de resolución y su pésima gestión política del escándalo han conducido a un enorme desprestigio de la Iglesia incluso entre sus propios fieles.
Con los últimos episodios ha empezado la rectificación, que necesita ahora de pruebas tangibles y, sobre todo, el desvelamiento de los casos mantenidos en secreto para que los culpables sean entregados a los tribunales. Pero eso es algo que muy difícilmente sucederá y si sucediera no bastaría en un caso de tanta amplitud y de tan variadas y altas responsabilidades, que sólo puede zanjar una seria e improbable catarsis. Una institución con métodos de elección más modernos destituiría ahora a los responsables y elegiría a un nuevo Papa capaz del borrón y cuenta nueva, algo que está en contradicción con la misma esencia de esta Iglesia jerárquica, masculina y autoritaria, que después del Concilio Vaticano II se ha revelado incapaz de abrirse al mundo y a las otras religiones y creencias.
La respuesta encubridora y burocrática a los casos de pederastia y la reafirmación en la identidad y en la fe ortodoxas se han revelado así como las dos caras de la peor y más desgraciada estrategia que podían escoger los responsables del Vaticano para la proyección de la vocación universal de la Iglesia, su catolicidad, en el mundo globalizado. Es una amarga paradoja para la civilización católica, que se define precisamente por su afán globalizador.