
Eder. Óleo de Irene Gracia
Lluís Bassets
Como mancha de aceite se extiende el ejemplo de esta nueva forma de hacer política. Descubierta en tierras de Maquiavelo, donde nació la política misma, también la encontramos ahora en la península ibérica. Se trata de convertir la corrupción en virtud, la mentira en verdad y el latrocinio en beneficiencia; colocar a los peores en lo más alto de las responsabilidades políticas, en abierta colusión entre sus intereses privados y los públicos que debieran defender. Tiene dos grandes ventajas: primera, favorece la economía de medios, puesto que siempre es más barato situar a ciudadanos corruptos en el poder que mantener unas complejas y quizás más costosas relaciones entre políticos corrompedores y ciudadanos corruptibles; segunda, refuerza el argumento de que todos son iguales, con ventaja para los que hacen bandera de su corrupción en vez de esconderla bajo ideologías progresistas y pretensiones morales. El buenismo queda desenmascarado con mayor crudeza con la reivindicación de la corrupción como virtud política.
Todo esto no funciona sin un buen sistema de medios, perfectamente instruidos, que fabrican la realidad acomodada a este innovador código moral, en el que se han invertido todas las jerarquías. También ayudan, por supuesto, unos buenos mecanismos intimidatorios sobre la policía y la judicatura, dando por descontados los que se dirigen al resto de medios de comunicación y de periodistas que no se hallan directamente asalariados por el poder corrupto. El cóctel es perfecto: los corruptos confiesan púdicamente las listas de sus obras benéficas; los medios ensalzan sus virtudes y niegan las interpretaciones aviesas; los tribunales incluso les absuelven; y las urnas al final lavan y centrifugan las imputaciones hasta dejarlas blancas como sábanas.
Es una nueva pandemia que puede adquirir muchos nombres. Cuando llega a Italia se la llama putinización. Si llega a España puede servir berlusconización. Personajes como Trillo y Camps debieran aspirar a dejar sus apellidos para nombrarla. De momento se les reivindicará y exhibirá en la campaña electoral europea. Sea cual sea el nombre que se escoja para denominarla, lo que es seguro es que éste es el mayor peligro, y no los espantajos de otros radicalismos, que acecha ahora mismo a la democracia, convertida en blanqueadora de corruptos, ladrones y mentirosos y desnaturalizada en su mismo ejercicio. Y lo más grave del asunto es que esto no ha hecho más que empezar.