
Eder. Óleo de Irene Gracia
Lluís Bassets
Con Aluf Benn, en la Facultad de Ciencias de la Información de la Complutense, invitados por la Casa Sefarad-Israel. Tenemos que hablar sobre las disonancias entre las opiniones públicas israelí y española respecto al conflicto de Oriente Próximo, tema que se las trae. Significa hincar el diente justo en el meollo. Mi colega, que ha sido corresponsal diplomático de Haaretz y ahora es editorialista y columnista centra el tema de formas fulminante y fría: el problema es el uso de la fuerza. Todo en Israel, la gente, la calle, la cultura, la economía, están muy cerca de Europa y América, menos en esta cuestión que nos separa y nos seguirá separando de forma irremediable.
Junto a conceptos y análisis generales, el periodista de Haaretz nos aporta detalles muy interesantes de la actualidad de estos días, en que muchas cosas se están moviendo en la escena internacional. Durante la mesa redonda tomo algunas notas, de las que ofrezco el resumen de lo que me parece más interesante. Por supuesto, la responsabilidad de todo lo que aquí se escribe me pertenece.
Hablamos, naturalmente, del resultado de las elecciones israelíes, el viaje de Hilary Clinton en la zona y los primeros movimientos de Obama en política exterior. Los israelíes estaban intuitivamente con McCain y no con Obama. McCain es como Sharon o Rabin, en todo, incluso en las canas y en su aspecto físico. Los israelíes se lo imaginan dando la orden de atacar a Irán para frenar su programa nuclear, cosa que ni sueñan con Obama. Hay dos fantasías igualmente irreales, la de la derecha que veía a McCain continuando la política de Bush y la de la izquierda que ve a Obama comprometido a fondo en una iniciativa de paz. Por el momento el presidente norteamericano deberá dedicarse a intentar salir de la crisis económica y será difícil que Oriente Próximo suba a lo alto de su agenda.
Las dificultades con que tropieza ahora mismo Israel son cinco. La primera la falta de liderazgo (nadie tiene la talla de Sharon para una acción de la envergadura de la desconexión de Gaza o la creación de Kadima). La segunda, su sistema electoral imposible, que hace el país ingobernable. El tercero, la recesión, que llega más despacio y más débil pero se irá notando cada vez más. El cuarto, Irán con su plan nuclear, que para Netanyahu constituye una ‘amenaza existencial’ e implica para el político del Likud el horizonte de un ‘segundo Holocausto’. Y el quinto, Obama, que se verá obligado a echar una mano a los palestinos.
Respecto al nuevo presidente, cabe esperar dos actuaciones: una para cumplir con las expectativas respecto a los palestinos, consistentes en presionar contra la extensión de los asentamientos ilegales en Cisjordania, soltar un buen número de presos y facilitarles la vida mediante el levantamiento de controles y barreras; y otra de contenido más estratégico, consistente en abrir un frente de negociación con Siria. La neutralización de este país que controla Líbano, tiene influencia en Hezbolá y Hamas y es un aliado de Irán, aliviaría enormemente la tensión y contribuiría a aislar al régimen de los ayatolas. El Golán además no tiene significado emocional para los israelíes, aunque hay que anotar que siempre han fracasado los intentos de negociar su devolución.
Netanyahu es un personaje peculiar, detestado por los extremos: en la derecha, por su oportunismo; en la izquierda, por halcón. Habla mucho pero hace poco. Olmert ha tomado tres iniciativas militares. Dos guerras, en Líbano y Gaza, y un ataque aéreo a una instalación nuclear siria. Bibi ni una, y además no se lleva muy bien con los militares. Su obsesión y su programa se llaman Irán, y trabajará para que Estados Unidos termine con el peligro nuclear, como sea. Está de acuerdo con la negociación directa, siempre que tenga plazos marcados.
El gobierno de derecha dura con Netanyahu y Lieberman plantea un problema muy serio, que supera el obstáculo relativo que pudiera significar Obama: el Likud no quiere oír ni hablar de Estado palestino; Nuestra Casa Israel sí, pero todavía es peor, porque exige para ello una nítida separación étnica, que significaría la expulsión de los árabes israelíes que no juren lealtad al Estado de Israel. Pero frente a la resistencia de la dura derecha isarelí, nunca como ahora está asentada la idea de dos estados, uno palestino y otro israelí, viviendo en paz y seguridad uno junto a otro. Es la última y una de las pocas ideas sensatas de Bush, que intentó lanzar en Annapolis y que el próximo gobierno israelí quiere descartar tajantemente.