Lluís Bassets
El infierno está en la red. Nunca sus puertas habían sido tan anchas. Hay naturalmente unos infiernos personales, en los que se ejerce incluso la violencia, pero eran ya conocidos en la época de los teléfonos de baquelita, cuando Jean-Paul Sartre declaró que "el infierno son los demás". La novedad son los grandes infiernos digitales que nos llegan precisamente de la mano de quienes desean reconstruir el remoto califato del islam, con sus amenazas terribles, sus prédicas demenciales y, lo que es peor, esos vídeos insoportables producidos como armas de destrucción masiva que difunden las imágenes de las ejecuciones.
Son tan evidentes sus objetivos militares que se hace ocioso cualquier debate sobre la oportunidad de su difusión: quien lo hace sabe que contribuye a amplificar el efecto letal de esta nueva arma tan diestramente manejada por los terroristas. Con su violencia sin límites, los guerreros del califato buscan amedrentar a las poblaciones a las que atacan, disuadir a los países que quieren frenarles y acrecentar sus filas con la convocatoria a los asesinos vocacionales de todo el mundo. Predican un retorno a un islam medieval, pero su mensaje tiene toda la sofisticación de las técnicas publicitarias. Todo está calculado en la forma de ejecución elegida para el piloto jordano, lentamente, por el fuego, en una jaula y con el posterior enterramiento con escombros por un bulldozer, y ese primer plano final de una mano carbonizada semienterrada entre los cascotes. Sobran las interpretaciones.
El horror tiene efectos hipnóticos: la serpiente paraliza a sus víctimas antes de zampárselas. También efectos adictivos, que allanan el camino a una aceptación cínica de la violencia. El califato convoca la atención sobre el injusto destino del piloto jordano, pero nos hace olvidar el genocidio de todas las minorías de Siria e Irak que no responden al rigorismo sunníes: chiíes, azedíes y cristianos. El eliminación de los impíos en la tierra del islam más puro está bien vista e incluso tiene una cierta popularidad en el vecindario islámico.
La idea de la banalidad del mal fue puesta en circulación, no sin polémica, por Hannah Arendt, gracias a su libro y reportaje Eichmann en Jerusalén. El mal no es obra de monstruos diabólicos, encarnaciones humanas de seres y conceptos metafísicos, sino de la jerarquía, el orden y la meticulosidad de los obedientes servidores de una máquina política con objetivos infames.
Ahora pasamos de la banalidad a la banalización del mal, gracias principalmente a los medios de comunicación y especialmente los digitales, en los que quien determina los contenidos no es la oferta, como en la sociedad industrial, sino la demanda. En el infierno digital, la gestión del mal no está a cargo de los peones de la maquinaria industrial sino del enjambre de usuarios conectados. El infierno somos todos.