Lluís Bassets
Un indignado es todo lo contrario de un encuadrado. Este atiende obedientemente al catecismo y al magisterio y es una fabricación de la sociedad jerárquica. Los encuadrados siguen al Che o a Cristo, mientras que los indignados huyen de santurrones y redentores como gatos escaldados. El indignado solo atiende a su propio criterio y, sobre todo, a su indignación, y la única jerarquía que admite es la que se impone en la espontaneidad de la plaza. A veces manipulada, claro está, porque nada es más deslizante que la democracia directa, capaz de convertirse en la fórmula secreta del autoritarismo para meter en el redil a esas ovejas descarriadas e indignadas.
Clericalismo y anticlericalismo regresan de la mano, azuzados sobre todo por esos obispos que no saben acostumbrarse a una sociedad que sigue su trantrán sin contar con ellos, sin hacerles caso y ni siquiera tomarse el tiempo y las ganas para detestarles como estaban acostumbrados cuando eran fuertes, crueles y poderosos. De su regreso los viejos prelados sabrán sacar jugosos y nada espirituales beneficios. Nadie como ellos sabe convertir el despecho por la hegemonía perdida en chantaje para seguir manteniendo sus arcaicos privilegios.
Jóvenes felices y bien encuadrados nos cuentan el cuento de un mundo que de pronto regresa al viejo orden moral y a la jerarquía cálida de la familia y de los bondadosos pastores espirituales. Convocados por unos jerarcas ancianos que se regalan con la ficción de unos baños de juventud en vísperas de su extinción, biológica e incluso ideológica, recuerdan el Berlín de aquel octubre de 1989, poco antes de que cayera el Muro, cuando Gorbachev le dijo a Honecker la frase inolvidable: la historia castiga a quienes llegan demasiado tarde.