Lluís Bassets
Las de Afganistán e Irak nos parecen, de pronto, viejas guerras, muy parecidas a las que vimos en el último tercio del siglo XX. Salvadas todas las distancias, por supuesto, respecto a sus respectivas coberturas jurídicas y a los motivos reales o ficticios que llevaron a emprenderlas. La que está en curso en Darfur o el Congo es más desconcertante, más nueva en la dificultad para orientarse entre tanta matanza y tanto desorden político, pero sigue siendo dramáticamente próxima de las guerras que vienen asolando la geográfica africana desde hace años. La guerra nueva, la distinta, la que rompe con todos los esquemas que actúan en nuestra cabeza es esa contiende naval de dimensiones desconocidas que se desarrolla en el mar, frente a las costas de Somalia, donde una flota de barcos piratas, perfectamente pertrechados con las más avanzadas tecnologías, asaltan como plaga de langostas la cosecha de buques mercantes y petroleros que circulan por la principal vía marítima del planeta.
¡Atención! Nosotros también estamos. Ahí están pesqueros españoles. Por estos caminos del mar circulan mercancías que nos interesan. Probablemente de vez en cuando algún mercante habrá con tripulación, capitán, bandera o destino que en algo nos concierne. En el dispositivo aeronaval que está poniendo en marcha la Unión Europea está también la Armada española. Esa sí es una guerra, sin declaración previa, de enemigo enmascarado y difuso, aunque muy bien localizado. Y si estamos allí no es para defender a Occidente, porque nos lo piden nuestros amigos y aliados o porque la OTAN no puede ser derrotada en su primera misión fuera de zona. Es porque nos interesa, porque defendemos allí lo que es nuestro.
Nada de valores, tal como se esgrimen, al menos sobre el papel, en otras guerras: lo que está en juego son meros intereses materiales, los nuestros legítimos y legales, y los otros totalmente fuera de la ley, pero vinculados a ese estado fallido que es Somalia y a los modos de vida de su población. Los piratas quieren cobrar peajes del tráfico marítimo que circula frente a las costas donde han levantado sus campamentos y participar ellos también en los pingües beneficios del comercio internacional. Se han atrevido con todos, China incluida. Y de momento, la única potencia que ha tomado el camino de en medio, el único practicable ante esos casos, ha sido India, la sabia y plural patria de Gandhi. Sus cañonazos, que han hundido un buque nodriza de los piratas, es la advertencia que nos reafirma en el carácter de esta contienda.
Eso sí es una guerra, que merece actuaciones urgentes, la máxima resolución a la hora de tomar decisiones y presupuestos especiales. Tiene, además, una peligrosa potencialidad: puede satisfacer a quienes sólo se sienten cómodos con aquella Guerra Global contra el Terror que Bush quiso librar contra la fuerza oscura de Bin Laden. Si no se ataja bien y pronto toda esta infección pirata, tomará cuerpo muy pronto como las fuerzas navales de Al Qaeda. Hay reclutas que empiezan a guerrear antes incluso de conocer la causa y la bandera. No deberíamos esperar a que el presidente Obama decida y zanje sobre el estado de las cosas. Habrá que olvidarse desde ya de la guerra global contra el terror y empezar a librar y vencer en las guerrillas concretas que nos aprisionan como a Gulliver los liliputienses. Encaminemos con Obama, por supuesto, las guerras de Irak y de Afganistán, pero la urgencia obliga a atacar y vencer a esa flota irregular de piratas del siglo XXI que parte cada día de las costas somalíes para cobrar sus rescates del tráfico marítimo internacional.