
Eder. Óleo de Irene Gracia
Lluís Bassets
Estados Unidos se dispone a retirar su proyecto de escudo antimisiles, que iba a instalarse en Polonia y Chequia, con el objetivo de defenderse de la hipótesis de un ataque, que podría ser incluso nuclear, desde Irán. El movimiento tiene un aspecto estrictamente táctico: si Washington consigue congraciarse con Moscú para reforzar su posición negociadora sobre el desafío nuclear de Teherán, puede también iniciar la dinámica virtuosa que conduzca a recuperar los esfuerzos por la paz en Oriente Próximo: para Israel, la cuestión central de su seguridad no radica en Gaza ni en Cisjordania, sino en el lejano Irán. Pero también hay un aspecto estratégico, mucho más trascendente, que trabaja en la misma dirección de la recuperación de la escalada de desarme iniciada al final de las Guerra Fría. Pero este elemento pone en cuestión una de las ideas más arraigadas en el pensamiento estratégico norteamericano: que con su aplastante superioridad económica y tecnológica no hay ningún obstáculo insalvable para Estados Unidos.
El reciente movimiento de Obama respecto a Moscú tiene, así, el valor adicional de que subvierte el valor central que significó el final de la Guerra Fría. Según una información ayer del diario USA Today, Estados Unidos se ha gastado desde 1985 casi 150.000 millones de dólares sólo en cuestiones vinculadas a los escudos antimisiles, lo que con Ronald Reagan fue bautizado como Guerra de las Galaxias. El escudo que se iba a presupuestar y montar ahora iba a costar entre 9.000 mil y 13.000 mil millones de dólares. Pero según numerosos expertos sus garantías de funcionamiento, entonces y ahora, son muy bajas. El número de fallos es enorme: los mejores ensayos de la actual tecnología no superan los cinco aciertos sobre trece disparos.
La teoría implícita en estos proyectos es que algún día Estados Unidos se convertirá en un país invulnerable gracias a su poderío tecnológico y económico. Aunque sea una quimera ha tenido una funcionalidad y una eficacia demostradas, como pudo comprobarse en la competición con la Unión Soviética: gracias a un reto tan elevado Moscú no pudo seguir en la carrera tecnológica, arruinó su economía y tuvo finalmente que rendirse. Repetir la jugada ahora de nuevo con Rusia o con Irán no era tan sólo levantar un obstáculo a la acción exterior norteamericana sino equivocar los términos del enfrentamiento con las potencias emergentes que puedan significar un peligro para la seguridad.
En el actual momento de recesión económica y de cambio de modelo de capitalismo es todavía más absurdo elevar los presupuestos de defensa en un sistema que no ofrece ni conseguirá ofrecer nunca una seguridad completa y no jugará ningún papel en la erosión de los gobiernos enemigos; antes al contrario, quizás los reforzará. Dejar a un lado el poder del dinero y de la tecnología, sin embargo, es empezar a modificar parte de la ideología más genuinamente norteamericana. De confirmarse, éste movimiento estratégico será uno de los cambios que caracterizará la era política que ha empezado con la victoria de Barack Obama.