
Eder. Óleo de Irene Gracia
Lluís Bassets
Hace un año Cataluña se situó en el mapa internacional. Hasta la Diada de 2012 nadie la localizaba en la geografía de los conflictos. Se encargaron de hacerlo, primero, la multitud del ?millón y medio? que ocupó las calles de Barcelona y, luego, la reacción seguidista de Artur Mas, con la disolución del parlamento y la convocatoria de unas elecciones que el presidente quiso convertir en plebiscito. La decepción del resultado electoral hizo su mella en las redacciones de los medios internacionales y en las cancillerías: no había para tanto; habían anunciado un terremoto y no ha pasado de un susto sin importancia. Vuelta a la normalidad.
¿Qué ha sucedido en un año para que Cataluña aparezca de nuevo y ahora todavía con un perfil más dibujado y preciso en los mapas internacionales? Pocas cosas. Pocas en la política catalana, donde hay un gobierno paralizado y sin capacidad para hacer ni siquiera los presupuestos. Pero menos todavía en la política española, donde la Diada de 2012 fue recibida por Rajoy con palabras despectivas –el lío y la algarabía– y las elecciones fueron leídas como una desautorización ya no de Mas sino del independentismo.
Pues bien, es precisamente la nula reacción política ante un movimiento que hizo su primera gran demostración de fuerza hace un año lo que explica que la repetición se haya convertido en una segunda demostración todavía más intensa. Este tipo de dinámicas funcionan de maravilla en el vacío, que hasta ahora ha sido casi absoluto en La Moncla. Artur Mas, de su parte, sin una mayoría sólida y asfixiado financieramente, apenas ha gobernado y ni siquiera tiene márgenes para gobernar, pero en cambio sí se ha movido. Y no únicamente en dirección al gobierno de Madrid.
El presidente ha hecho dos cosas, cuyo calado se ha ido dibujando justo en las vísperas de la Diada. De entrada, se ha reafirmado en su agenda y calendario, fiel al pacto establecido con ERC, en el que este partido le dio la investidura y obtuvo un cierto 'droit de regard' sobre la acción de Gobierno, a la vez que situaba a su presidente, Oriol Junqueras, como jefe de la oposición.
Está claro que Mas contempla todos los pasos, uno detrás de otro, que conducen a intentar la celebración de una consulta en 2014 e incluso intentar que Esquerra se incorpore al gobierno en algún momento, cosa que no significa su renuncia a a mantener la llave de la disolución parlamentaria ni su propósito de mantenerse en cualkuqiera de los casos dentro de la legalidad.
En segundo lugar, y en dirección contraria, ha tendido los puentes del diálogo, que significa tener un buen pulso de lo que piensa el adversario y facilitar lo mismo a la otra parte; y lo ha hecho a pesar de ERC, que solo quiere que se hable para concretar la consulta y la pregunta.
La inacción política ha sido la clave del éxito de la acción en la calle. Y también del éxito mediático. La gran sorpresa de todos los observadores extranjeros la proporciona el quietismo del Gobierno central y su contraste con la perfecta organización de una movilización de masas como la que se desplegó en la Via Catalana, que no se puede hacer sin una logística casi perfecta.
En un año se ha pasado de la sorpresa por la espontaneidad a la sorpresa por la excelencia organizativa. Se supo en 2012 que había voluntad y se sabe en 2013 que está organizada. La conclusión es clara: esto va en serio, detrás hay gente que sabe lo que se trae entre manos y es una auténtica frivolidad no tomárselo como tal.
El quietismo ya no tiene más recorrido.
Rajoy se debate desconcertado entre quienes le piden mano dura con los catalanes, con suspensión de la autonomía y recurso a los tribunales, y quienes le piden una oferta sustancial que actúe como cortafuegos e introduzca un ritmo distinto, le sirva para recuperar la iniciativa y ataje el deslizamiento de la opinión pública hacia la independencia.
El éxito de una iniciativa de este tipo dependerá de dos cosas: de la rapidez con que se presente y de la capacidad para convertir esta oferta en un proyecto político y no en una propuesta apaciguadora y oportunista. Si no se hace así, de prisa y con mucha mano izquierda, puede que no sirva para nada.
Y, sin embargo, la tentación de Rajoy, lo que le dicta su carácter, seguirá siendo la de no hacer caso ni a unos ni a otros. Esperar que todo se enfríe un poco para volver al nirvana de la inacción. No meterse en líos, sobre todo. Ni castigar provocadoramente a los catalanes como le piden desde la derecha, aun a costa de alimentar la espiral de la polarización y, por tanto, el independentismo reactivo; ni cederles algo como le insinúan sus moderados, al precio de enajenarse a sus propias bases políticas en el conjunto de España sin ganar ni un solo voto en Cataluña. Justo seguir mareando la perdiz con la vana esperanza de que la economía mejore, escampe el mal tiempo político y los independentistas empiecen a cansarse.
Si se mantiene en sus trece, dentro de un año, en la tercera Diada, el movimiento, todavía más reforzado y seguro, entrará en una nueva etapa, todavía más imposible en todo, incluido el retroceso, y de respuesta desde Madrid cada vez más cara y complicada. Nada permite pensar que decline o ni siquiera que pierda su capacidad de movilización en la calle si persiste el vacío político al otro lado. Seguro que la opinión internacional, ahora todavía distraída y escéptica, empezará entonces a virar hacia una lectura mucho más negativa para el gobierno español.