
Eder. Óleo de Irene Gracia
Lluís Bassets
Desde que empecé, me tropiezo con Manolo. Él tan callado, o mejor, circunspecto, educado,
silencioso. Me lo encontré por primera vez en el ascensor. Y solo verle ya empecé a
aprender y sacar partido de su presencia, su silencio, su mirada irónica, de alguien a quien se le está escapando siempre una sonrisa.
Aprendí de su escritura sobre todo: yo era por aquel entonces su corrector de pruebas, y todavía me devano los sesos pensando qué podía corregir aquel mocoso de los magníficos artículos de quien era ya un maestro, clandestino casi, pero maestro reconocido. Me cuesta datar el momento, pero debió ser hacia 1970, en la revista CAU, una espléndida e incluso lujosa publicación del colegio de Aparejadores de Barcelona en la que escribía la entera gauche divine.
El último es este, el mensaje desde Auckland de José Colmeiro, que es como sacar un trozo de papel escrito para mí de una botella que la ola deja a mis pies. Yo no soy especialista en la obra de Manolo, le digo. De hecho no soy especialista en nada. A título de colega, con los únicos títulos de mi admiración y mi aprecio a lo sumo. De compañero de cien mil batallitas periodísticas, desde el entusiasmo del antifranquismo hasta las decepciones de la democracia. De alguien con quien me fui tropezando en la vida, coincidiendo en experiencias y en ideas, también discrepando, e intercambiando sonrisas y frases concisas. Quizás esto sirva. No sé.
Todo esto me hace meditar: ya lo entiendo, éramos vecinos, barceloneses ambos, y por eso íbamos tropezándonos, como les sucede a los vecinos cuando bajan a buscar el periódico, a sacar el perro o a llevar el niño al cole. No vecinos de escalera: Manolo vivía en Vallvidrera, en el precioso barrio que hay al lado del Tibidabo, y yo vivía más abajo no lejos del campo del Barça, uno de los lugares de la teoría y también de la mitología montalbaniana. ¿Cómo no íbamos a encontrarnos?
No, no era esta escalera de la que hablo. Era la del oficio, la de las ideas, también la de la literatura. El ascensor de la revista Cau primero; luego enseguida le Escuela de Periodismo donde Manolo fue profesor y maestro de remotas generaciones, incluida la mía; más tarde el vespertino barcelonés Tele/expres, y al final la larga escalera de El País, desde 1984 hasta su muerte.
Ya estamos. No quiero contar mi anécdota al lado de su espléndida biografía de poeta, novelista, ensayista, periodista magistral en todas las especialidades ?deportivo, cultural, político– o gastrónomo. Dejémoslo con que debe ser una de las personas con quien más tiempo de ascensor he compartido.
Manolo era un tipo expeditivo. Escribía con la rapidez y la precisión con que desenfudaba Billy el Niño. En las llamadas telefónicas, en las reuniones, en los encuentros, en sus clases incluso. Hacía muy santamente. Tenía el tiempo tasado para sus cosas, para viajar, para preparar una conferencia, para cocinar y escribir, cosas que sabía hacer a la vez, y no se andaba con niñerías. Todos tenemos el tiempo tasado, aunque no todos actuemos en consecuencia.
El último ascensor fue literalmente de ultratumba. Me dedicó su Milenium, el último Carvalho, publicado póstumamente. Me llevé un susto indescriptible. Y me apenó muchísimo no poder agradecérselo. Fue una demostración de una memoria fiel y precisa, la suya, y una desmemoria colosal, la mía. Resulta que me lo había prometido en una lejana entrevista, cuando nacía su detective.
Tropiezo ahora de nuevo con Manolo, cuya voz me llega de las antípodas, más cerca del maldito aeropuerto donde cayó fulminado que de la ciudad donde empezamos los dos, con una década de desfase, en este oficio de contar hechos, reales en mi caso, y reales y ficticios en el suyo. Entonces subíamos en el ascensor los dos, ahora imagino que ya bajamos, al menos yo. La verdad es que Manolo no termina de bajar del todo y sigue arriba, como bien verá el lector de este libro.
La inercia de los grandes se nota en este oficio. Se fue pero está aquí todavía: ahí está publicada no hace mucho una amplia selección de su ingente obra periodística en tres volúmenes, ahí están su rastro y su magisterio vivos todavía, incluso en las periódicas resurgencias de los odios caninos que suscita entre unos pocos resentidos que no pueden olvidarle, y ahora salen de nuevo estas entrevistas antiguas pero con su voz tan fresca, tan reciente a pesar de que han pasado alrededor de dos décadas, de la mano del amigo José Colmeiro, autor de un capítulo inicial espléndido, que sirve para explicar a Manolo entero a quien no lo haya conocido e incluso a quien no lo haya leído y será, sin duda, una excelente introducción a su lectura con motivo del décimo aniversario de su partida.
Cuando uno va en el ascensor y bajando piensa en los amigos desaparecidos. Esos amigos con los que no compartirá más subidas y bajadas. Confieso que echo en falta a algunos de estos amigos imprescindibles, pocos lo confieso. Y no por razones sentimentales, que también podrían valer, sino estrictamente intelectuales e incluso políticas.
Ahora mismo me gustaría saber qué pensaría y escribiría Manolo de los nuevos movimientos sociales que inquietan a los gobiernos de todo el mundo, de la fiebre independentista en Cataluña y sobre todo de la decepción cósmica que ha producido Barack Obama, con sus drones asesinos y su espionaje universal. También de nuestras cosas, que cada vez son menos nuestras, como el calvario periodístico de prejubilaciones, despidos y eres que estamos sufriendo. De la salvación financiera de la banca. De su poder renovado sobre los medios de comunicación.
Cuando se fue, no había empezado todavía esta extraña y a veces siniestra fiesta de hoy. Recordémoslo para poder comprobar, a la vez, la frescura de sus ideas antes de la explosión de Internet, de la moda sueca en novela negra o de la decadencia y derrota de Bush y de los neoconservadores. Ahora mismo se le necesitaba para la narración picaresca del caso Bárcenas, para la monumental estafa folclórico patriótica del Palau de La Música y para la épica del retorno de Aznar. Tampoco había empezado la explosión de las redes sociales y ni siquiera los blogs eran lo que son ahora. Toda esta tecnología, todo lo nuevo, estaba perfectamente adaptado a su talento y es una auténtica pérdida no tenerle entre nosotros experimentando y reflexionando sobre la última resurgencia de la ciudad libre.
Colmeiro lo sabe todo de Manolo. Yo solo sé algunas pocas cosas aprendidas de la convivencia en las redacciones y los fregados políticos y culturales durante más de 30 años. No he conocido a nadie, ni de este oficio ni de ningún otro, más trabajador ni más pundonoroso. Su productividad, palabra casi prohibida en la cultura progresista, era insuperable. Su precisión, su exactitud. Cumplía los plazos y clavaba la extensión de los artículos como nadie. Leía todo lo que había que leer, periódicos, novelas, ensayos filosóficos o comics. Un periodista insuperable.
Intuyo dientes largos de envidia. Los hizo crecer y mucho. Estuvo arriba del todo en el oficio y durante tanto tiempo. Los hace crecer todavía. Algunos se lo encuentran en el ascensor de sus pesadillas, allí donde rumian sus fracasos y sus frustraciones. Yo sigo aprendiendo de Manolo, mi admirable vecino. De este libro, sin ir más lejos, para mí como un encuentro más en el ascensor de nuestro vecindario barcelonés.
O parisino: también me lo encontré en París un par de veces, en la calle. Era entonces nuestro vecindario, no sé qué es ahora. O apátrida: alguien dijo que la patria es el lugar de donde hay que huir en algún momento y Manolo le canta a Colmeiro las bondades de sentirse extranjero en su propio país, tremendamente estimulante aunque produzca pequeñas molestias sicológicas. Ese es el territorio compartido más estimado por ambos, la patria de los apátridas. Él era el polaco, el catalán, en la corte del rey Juan Carlos, pero también el charnego en la corte del rey Pujol.
Ante tanto tropiezo y coincidencia opté incluso por pedirle prestada la rúbrica de sus artículos en el Tele/eXpres, de cuando yo era becario y Manolo un columnista de prestigio. Su columna de comentarios de política internacional e incidentalmente de temas culturales se llamaba Del alfiler al elefante, una imagen perfecta del cuerno de la abundancia periodística que era Manolo con su capacidad para fabricar todo tipo de historias y de anticipar incluso la idea de la globalización. Así se llama el blog que publico desde 2005 en El País Digital, en homenaje a quien finalmente podría decir que fue mi maestro.
¿Una metáfora? No señor. Manolo fue un periodista orquesta. En un país más generoso habría llegado a dirigir el mayor diario de su ciudad y parte del extranjero. Y encima también fue mi profesor en la escuela de periodismo. De vez en cuando, leo de nuevo Informe sobre la información, el primer ensayo sobre los medios de comunicación en España. Sirve todavía. Todo lo que releo suyo me sirve todavía. Y más si se trata de piezas escondidas que alguien con sabiduría y criterio sabe devolver a los lectores.
Varias generaciones enteras de periodistas barceloneses pertenecemos a su genealogía.
Ahora me atrevo a escribir estas frases introductorias a un libro que no las necesita solo para poder decir estas cosas y para expresar mi agradecimiento cuando se van a cumplir ya diez años de su muerte en el aeropuerto de Bangkok, después de mandar esa columna que jamás faltaba a su cita de los lunes. Gracias Manolo. Gracias Colmeiro. ¡Ascensor!
(Este texto es el prólogo de El ruido y la furia. Conversaciones con Manuel Vázquez Montalbán, desde el planeta de los simios, de José Colmeiro, Iberoamericana Editorial Vervuert, 2013).