
Eder. Óleo de Irene Gracia
Lluís Bassets
Cuanto más oscura la elección, más indispensable la interpretación de los indicios y señales iniciales. Sucede en el Vaticano de Bergoglio y en el Zhongnanhai de Xi Jinping, el recinto oficial de Pekín donde se reúnen los cardenales del imperio rojo que gobiernan China y que aspiran a convertirla en la superpotencia del siglo XXI.
Ni ocho días ha tardado en viajar a Moscú el nuevo presidente de la República Popular, elevado a la máxima magistratura el 14 de marzo por el Congreso Nacional del Pueblo, el parlamento comunista sui generis, en una votación meramente ceremonial en la que recibió 2.952 votos a favor, uno en contra y tres abstenciones. La capital rusa también lo fue del bloque comunista y en ella se formaron no pocos cuadros del comunismo chino en la época pre revolucionaria y en los primeros años de la República Popular. Mao Zedong, el presidente fundador, rompió virulentamente con Moscú debido a su extremado celo estalinista, que no admitía el viraje revisionista emprendido por Nikita Jruschov en 1956 con la denuncia de los crímenes de Stalin. Y así fue como durante 35 años, desde 1958 hasta 1993, no hubo viaje alguno, ni oficial ni oficioso, del líder chino a Moscú, mientras en cambio se estrechaban cada vez más los lazos con Estados Unidos, tras el exitoso viaje del presidente Nixon y su encuentro con Mao en 1972 y la apertura de plenas relaciones diplomáticas en 1978.
Con el actual viaje al mayor de sus numerosos vecinos terrestres, con el que comparte 4.000 kilómetros de frontera, Xi Jinping quiere consolidar una tradición inaugural. De sus palabras en Moscú, como de las de Vladimir Putin, se deduce el carácter estratégico y privilegiado de la relación que pretenden ambas potencias, en un retorno a la estrecha asociación de hace más de 60 años. El primer líder chino en emprender este camino fue Hu Jintao hace una década, con su viaje también inaugural a Moscú de junio de 2013, en su caso algo más tarde, exactamente tres meses después de su designación presidencial, y en una gira que le llevó también a Kazajstán y Mongolia e inmediatamente después a la cumbre del G8 en Évian (Suiza), donde pudo entrevistarse con una docena de jefes de Estado y Gobierno, el presidente George W. Bush entre otros. Xi Jinping, en cambio, después de su paso por Moscú, ha ido de gira por África, donde el maoísmo ya tenía sus caladeros revolucionarios, con estaciones en Tanzania, Suráfrica y República del Congo, y su participación ayer y anteayer en Durban en la cumbre de los cinco países emergentes del grupo BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Suráfrica).
El invento de esta tradición diplomática tiene un claro significado geoestratégico. La comparación de ambas giras pone de relieve la actual prioridad de África y del ancho mundo en comparación con la más próxima y estrecha del entorno inmediato de Asia Central hace diez años. En 2003 China todavía percibía la arquitectura internacional a la que se estaba incorporando, con el G8 en su centro, como una construcción ajena y extraña, en la que apenas sabía moverse. Hoy en cambio da enérgicos pasos para construir su propia geometría alrededor de los cinco brics, de cuya coherencia y capacidad de consolidación como grupo apenas nada cabe decir. Aunque aparentemente haya empezado algo similar a una institucionalización con el proyecto de un banco de desarrollo propio, el interés de Pekín es ante todo instrumental, pues reúne a sus dos principales socios terrestres, India y Rusia, con los que conforma un apabullante bloque demográfico, económico y territorial euroasiático, y a los dos países líderes de América Latina (Brasil) y de África (Suráfrica), en una agrupación que dibuja por exclusión la alianza occidental entre EE UU y la Unión Europea, y, naturalmente Japón, el más excluido, pues reúne la doble condición de potencia económica y comercial asiática y rival histórico y adversario en las disputas sobre aguas e islotes en los mares adyacentes.
Xi Jinping es un príncipe de la aristocracia fundadora de la República Popular, una casta comunista que ha salido reforzada en la última sucesión en la cúpula del partido y del Estado. A diferencia de Hu Jintao, Xi ha tomado de una vez las riendas del poder ideológico, estatal e incluso militar, sin compartirlo en un tiempo de transición con la generación precedente como venía sucediendo en anteriores relevos. Algunos expertos en política china, como François Godement, del European Council on Foreign Relations, han captado una recuperación del liderazgo personal y una centralidad del Partido muy acordes con una inspiración maoísta. En buena correspondencia, su política internacional deberá ser más dura y nacionalista, aunque adornada por un renovado despliegue de soft power o poder blando no únicamente económico, sino en forma de presencia cultural, de políticas de becas y de intercambios con Africa o de un estilo presidencial más cálido e incluso glamuroso, en el que se incluye por primera vez un papel para la primera dama Peng Liyuan en las giras oficiales.