
Eder. Óleo de Irene Gracia
Lluís Bassets
Unos funerales así son una mina. No se había visto nada igual en muchos años, probablemente desde la muerte de Juan Pablo II en 2005. Nunca en la historia se habían reunido tantos jefes de Estado y de Gobierno fuera de la asamblea general anual de Naciones Unidas en Nueva York. Nunca un país como Sudáfrica, marginado por la comunidad internacional cuando España ya se incorporaba a las instituciones europeas y occidentales, había experimentado como ahora, 25 años después, unas jornadas de tanto protagonismo en la escena mediática y diplomática global.
Es el último servicio que suelen rendir los grandes personajes, justo en el momento en que desaparecen. Su vida queda proyectada hacia el futuro y sus deudos, sus conciudadanos, reciben los beneficios de su legado en prestigio ante el resto del mundo. Será difícil o deberán pasar muchos años para que Sudáfrica vuelva a brillar y a influir como lo ha hecho hasta ahora mismo gracias a Mandela. De hecho, en el súbito y último fulgor que ha proporcionado el anciano líder con su desaparición, hay también algo de desposesión del legado en beneficio del resto de la humanidad, recogido por la muchedumbre de mandatarios de todo el mundo y especialmente por Barack Obama, el dirigente que mejor y menos convencionalmente interpretó en la ceremonia el significado de la celebración. No hay ambigüedades en el legado de Mandela, tal como se encargó de subrayar el presidente de los Estados Unidos respecto a quienes alaban su lucha por la libertad pero no toleran disidencia alguna en sus países. Ahí estaba toda una colección de déspotas que le apoyaron en su lucha, dispuestos a sacar por última vez algo de partido de una imagen ejemplar que no les pertenece; empezando por el que más destaca, Robert Mugabe, el presidente de Zimbabue, que ha conseguido convertirse en el modelo rabiosamente contrario de Mandela, y siguiendo por Raúl Castro o Teodoro Obiang.
Junto a ellos, también hay que contar a quienes se desentienden, los representantes de segunda fila de los gobiernos que prefieren navegar en el mundo globalizado lejos de un legado que les incomoda. China mandó a un vicepresidente que ni siquiera forma parte de la heptarquía del comité permanente del Politburó. Irán limitó su representación a un vicepresidente. Israel la rebajó al presidente del Parlamento. Y Rusia mandó a la presidenta de su inutilísimo Senado.
Como en todo gran acto social de este tipo, todo tiene su significado y todo requiere una mirada atenta y detallista. El protocolo, las asistencias y las ausencias, quienes se saludan y quienes eluden el encuentro. Los gestos y las miradas. Las palabras pronunciadas en público y las condolencias murmuradas al oído. Los cánticos y los vestidos, por supuesto. Y no digamos ya la envergadura del espacio donde se celebra la ceremonia, la disposición del público y los rezos y sermones de los oficiantes. No se trata de detalles ni de anécdotas. Con la muerte, que nos vacía de significado, todo se llena de significado. Y, en particular, cuando quien muere ocupa un lugar central en la narración entera de una época como ha sido el caso de Mandela.