
Eder. Óleo de Irene Gracia
Lluís Bassets
La historia de Sheldon Adelson es la del poder del dinero. Antigua como la Biblia. Todo lo puede el dinero. Las voluntades, el talento, la virtud, la justicia, la ley, la fraternidad, la piedad, y suma y sigue, todo va cayendo ante las montañas de dinero que van creciendo e incrementando la apuesta. La democracia más acreditada y antigua del mundo se inclina ante la fortuna del magnate, que se regodea en su capacidad para equilibrar millones de votos gracias a sus millones de dólares. El Tribunal Supremo le dio la razón cuando reconoció el derecho a la libertad de expresión, no de los ciudadanos sino de los multimillonarios para levantar cualquier límite a las campañas electorales negativas. Suprema hipocresía del Supremo, estas campañas no pueden ser coordinadas directamente por el candidato al que favorecen, lo cual no impide que miembros de su equipo dimitan para encabezar y dirigir las famosas superpacs (el nombre viene de los comités de acción política o pac).
Una vez reconocido el poder del dinero, es decir, comprobado que funciona y de qué manera y que el máximo órgano de la justicia lo aprueba, ya solo falta que quien lo posee compruebe hasta dónde puede llegar la arbitrariedad de su poder. Esta es una cuestión central: el poder de verdad solo pasa su prueba de fuego cuando demuestra su arbitrariedad. Un poder razonable es un poder menor. Por eso todo poder absoluto requiere una causa indefendible. Y lo contrario: las causas indefendibles terminan defendidas por el único poder que puede hacerse cargo de ellas, uno que sea absoluto.
En el caso de Adelson, además, su preferencia no son las causas positivas, sino las negativas, la oposición a las causas de otros. Como le caen mal los árabes, los musulmanes y los palestinos, ha decidido echar el resto para evitar que llegue a crearse un Estado palestino, aun a costa de enemistarse con George Bush que defendió tal opción, o pidiendo la destitución de Condoleeza Rice porque convocó la conferencia de Annapolis con le propósito de hacer la paz a partir de la idea de los dos Estados, uno para los judíos y otro para los palestinos. Incluso el lobby israelí conservador AIPAC (Asociación de Amistad Estados Unidos Israel) le parece excesivamente pacato y moderado al señor Adelson.
Llegamos al fondo de la cuestión. Una buena causa extravagante sirve para demostrar el poder de quien la posee. Adelson desafía, en el fondo, al poder presidencial. Cree que sus cuentas corrientes valen más que todo el Partido Demócrata, la Casa Blanca y la brillante oratoria presidencial, no digamos ya los 69 millones de votos populares recogidos por los compromisarios de Obama en 2008. Ahora todo este poder lanza un tentáculo formidable sobre la península ibérica, en un momento de depresión económica que nos ha dejado sin defensas.
Nada que decir, por tanto, sobre las buenas intenciones de los responsables políticos dispuestos a pelearse por obtener puestos de trabajo para su conciudadanos. Atención, sin embargo, a los cambios legales y a las concesiones que exige Adelson para instalar sus casinos y hoteles. Atención también a los comisionistas que aparecen como setas en todas las operaciones de este tipo. Máxima atención, también, ante el peligro de que un chorro de dinero entre subrepticiamente en las arcas de los partidos concernidos por las decisiones que tomará Adelson en los próximos días. Al final de las cuentas, no es el juego, no es la ecología, no es el urbanismo. Es la decencia.