Lluís Bassets
Hay épocas y quizá gentes caracterizadas por la inconsciencia histórica, que solo viven el presente, y épocas y gentes hipersensibles respecto al pasado, atormentadas por el fantasma de unos acontecimientos trágicos que amenazan con regresar. La nuestra es todavía más extraña porque conviven en ella las dos modalidades de la conciencia del tiempo, con amplios sectores de nuestras sociedades sumergidas en un presentismo digital adanista y otras, quizá más acotadas pero no menos influyentes, atentas y alarmadas, a veces obsesivamente, ante el retorno de los males que afligieron a generaciones anteriores, que se anuncian a través de signos ambiguos de nuestro presente.
Sucedió hace un par de años con el centenario del estallido de la Gran Guerra de 1914 a 1918, fruto de evaluaciones y decisiones de una generación de dirigentes sin visión ni estrategias, auténticos sonámbulos según el historiador británico Christopher Clark (Sonámbulos. Cómo Europa fue a la guerra en 1914; Galaxia Gutenberg). Y sucede también desde idéntica fecha, sobre todo a partir de la crisis ucrania y la anexión de Crimea, con la idea de una nueva guerra fría que enfrentaría de nuevo a dos campos, el occidental, encabezado naturalmente por Estados Unidos, y el antioccidental, con la Rusia de Vladímir Putin al mando, en una mímesis del periodo entre 1948 y 1989, cuando el mundo quedó repartido y dividido en dos bloques, en un equilibrio del terror garantizado por la disuasión nuclear.
Parece ajustada la idea de los sonámbulos para una Europa ensimismada y adormecida como la actual, a la que una crisis o incluso un percance cualquiera puede situar en una situación indeseada como sucedió con las potencias europeas hace cien años, pero la analogía da poco más de sí. Mayor pegada tiene la idea de una nueva guerra fría, en la que la Rusia eterna vuelve a las andadas de su larga historia como potencia euroasiática, a la vez expansiva y vulnerable, dolida todavía por la desaparición de la Unión Soviética, que Putin calificó como ?la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX?. El zarpazo sobre Crimea acredita la vocación rusa, como el repliegue de Washington y la desgana europea por la propia seguridad acreditan una debilidad occidental propicia a un nuevo reparto del mundo, en el que Moscú se ofrezca de nuevo como capital internacional de las naciones soberanas frente al Washington del imperialismo globalizado.
Late en ambas ideas un temor, expresado por el papa Francisco, acerca de una tercera guerra mundial que, de acuerdo con las intuitivas reglas de la premonición histórica, deberá ser peor aún que la anterior, superadora a su vez en mortandad y devastación a la primera guerra reconocida como tal en el siglo XX. La retórica inflamada y demencial del autodenominado Estado Islámico fantasea en esta dirección, en forma de un enfrentamiento apocalíptico y definitivo entre Occidente y el islam yihadista. Se apoya en la teoría del choque de civilizaciones que formuló el politólogo estadounidense Samuel Huntington en 1993, adoptada como programa, no como análisis, por los teólogos de la guerra islámica en respuesta simétrica a la insensata guerra global contra el terror declarada por George Bush y sus neocons tras los atentados del 11-S.
Tercera guerra mundial o nueva guerra fría no dejan de ser metáforas punzantes que pretenden despertar a los sonámbulos ante los nuevos riesgos surgidos de la redistribución de poder en el mundo. Estamos ahora en un planeta multipolar, donde todo son interdependencias y soberanías compartidas, en vez de dos hemisferios casi incomunicados e ideológicamente opuestos y enfrentados, en el que los países podían aspirar como máximo a soberanías limitadas. La Guerra Fría fue fruto de un mundo bipolar surgido de la II Guerra Mundial que ya no regresará. Nadie, ni siquiera la mayor y casi única superpotencia, puede hacer algo ahora en solitario, sin coaligarse con otros.
La idea misma de superpotencia puede seguir valiendo, pero debidamente especializada, tal como ha explicado Mark Leonard, director del think tank European Council on Foreign Relations (ECFR), en su visión sobre los nuevos conflictos, caracterizados no por guerras calientes ni frías, sino por los cortocircuitos o disrupciones en un nuevo tipo de guerras geoeconómicas que funcionan a través de las sanciones y embargos, las oscilaciones monetarias, las regulaciones comerciales o la gestión de las migraciones (Guerras de conectividad. Por qué las migraciones, las finanzas y el comercio son los campos de batalla del futuro; ECFR, 2016).
Según esta visión, hay al menos siete superpotencias especializadas: una militar y financiera, que es EE UU; otra comercial y reguladora, que es la UE; una ascendente en construcción de infraestructuras mundiales, que es China; como hay otra en migraciones, que es Turquía; una energética, que es Arabia Saudí; y, finalmente, una muy especial, que es la superpotencia aguafiestas (spoiler) por excelencia, especializada en la disrupción: Rusia. Pero ni siquiera ella sola puede hacer una guerra fría, ni tampoco puede hacerla con el apoyo, de momento táctico y oportunista, de China, porque en el plano de la competencia geopolítica, a pesar de su superioridad territorial, representa la parte estratégicamente más frágil.
El eterno retorno también sirve para el resurgir de China como potencia global, que se observa a sí misma como lo que era EE UU tras la guerra de Secesión, en un ascenso tan pacífico como el que imaginaron los dirigentes estadounidenses al menos hasta la victoria de 1898 sobre el viejo imperio español. Subraya el paralelismo la visión de Asia predominante en Pekín, sorprendentemente análoga a la doctrina Monroe (?América para los americanos?), con la que se pretende expulsar a las potencias ajenas al continente para actuar como el poder imprescindible y central.
Nada hay todavía en esta visión china que se acerque a la división bipolar del planeta en áreas de influencia. Ni tampoco se plantea algo como una guerra fría meramente asiática, aunque haya rearme e incluso escalada, con empujones y codazos en las islas y peñascos de los mares circundantes de China. Ni siquiera pertenecen a la guerra fría las brasas todavía ardientes en la península de Corea de la guerra caliente de hace más de 60 años con que se inauguró la época bipolar, aunque el reino ermitaño de Kim Jong-un mima como nadie los gestos, y la agresividad de la Unión Soviética de la peor época. La nueva guerra fría, al menos en lo que alcanza la vista, no tendrá lugar.