
Eder. Óleo de Irene Gracia
Lluís Bassets
Egos revueltos, los literarios que nos cuenta Juan Cruz en su libro felizmente premiado. Y egos fermentados, en metástasis e incluso podridos se diría los de la política, donde la satisfacción que exige el yo puede llegar a las mayores catástrofes. Nada que decir de los primeros, clave de la creación artística, y mucho que lamentar, en cambio, de los efectos de los segundos sobre la pérdida de calidad de la democracia y de la vida política. Cuando hay democracia y vida política, porque en caso contrario, el ego se erige en epicentro volcánico de la dictadura.
Es evidente en el caso del ego berlusconiano, a cuyo servicio se ha rendido el entero aparato del Estado, la justicia, el parlamento, los medios por supuesto, y sólo se ha podido resistir el tribunal constitucional italiano. Y a pesar del varapalo, la egocracia sigue pugnando por mantener su reinado, aunque siga dejando numerosos despojos por el camino.
También lo es en el caso del ego sarkozyano, el otro ejemplar deslumbrante de esos egos inflamados de la política, aunque la fuerza de la costumbre y la sombra moderada y sensata de Carla Bruni lo presenten ahora como un ego mitigado y en vereda. Que no lo es lo demuestra el juicio por el caso Clearstream que acaba de terminar en París, un caso de libro sobre la dificultad de un proceso justo cuando una de las partes en el pleito civil es el presidente de la República, dotado de inmunidad penal y con autoridad sobre el poder judicial y la fiscalía.
Sarkozy ha podido exhibir, además, su poder sin límites, realizando manifestaciones que vulneran la presunción de inocencia, al igual que prometió en su día que colgaría de un gancho de carnicero a los culpables de haber falsificado un listado informático que le convertía en sospechosos de corrupción y de poseer una cuenta en dinero negro en Luxemburgo.
Todo el mundo sabe en Francia que si su acción ante la justicia se dirige a Dominique de Villepin, el rumboso ex primer ministro, ex ministro de Exteriores y ex secretario general de la presidencia de Chirac, es sólo porque este último, el verdadero rival y probablemente responsable de la maniobra para descalificar a Sarkozy, no queda ya al alcance para la venganza.
Esta es una historia política que ilustra los progresos realizados por la humanidad en cuestión de peleas y ajustes de cuentas entre poderosos. No hace muchos años el desenlace no habría sido el vodevil que ha mantenido en tensión a la opinión pública francesa, sino un espectáculo dantesco de dolor y muerte.
Los egos incruentos de la literatura se convierten en egos ávidos de venganzas cuando entra el poder desnudo de la política, territorio por excelencia del odio y de la liquidación del adversario, aunque hoy en día quede limitada primordialmente, al menos en Europa, al territorio de la muerte simbólica.