
Eder. Óleo de Irene Gracia
Lluís Bassets
Si a alguien le queda alguna duda sobre los merecimientos de la Unión Europea para recibir el Premio Nobel de la Paz, se desvanecerá rápidamente con la lectura, e incluso con una hojeada, del libro del historiador británico Keith Lowe que lleva por título Continente salvaje. Apareció a principios de año en inglés y ahora llega en traducción española (Galaxia Gutemberg), con una frase de arranque que no tiene desperdicio: ?Imaginemos un mundo sin instituciones?. Así quedó Europa tras la victoria aliada en la Segunda Guerra Mundial, y así sobrevivió durante tres o cuatro años, en un interregno caótico y hobbesiano, justo antes de que empezara el alumbramiento de las instituciones europeas.
La victoria de los Aliados no fue el final de una pesadilla y el principio de una nueva etapa, sino que hubo un breve aunque peligroso periodo en el que el continente se sumió en el caos, con pillaje, vandalismo, guerras civiles y traslados y expulsiones de poblaciones en un paisaje de ciudades destruidas y de campos y bosques asolados. Faltaban entre 35 y 40 millones de personas, civiles y militares muertos en la guerra. Centenares de ciudades se hallaban en ruinas, con sus cinturones industriales arrasados y sus hinterlands agrícolas yermos. Según Lowe, ?la historia de la posguerra no es por lo tanto una de reconstrucción y rehabilitación, sino de la caída en la anarquía?, en la que las venganzas políticas y personales están al orden del día y el odio ocupa un lugar central en las relaciones sociales.
La UE no fue ni siquiera la única institución nacida de las cenizas de la guerra con méritos en la recuperación de la paz y de las instituciones, aunque, a criterio del Parlamento noruego que otorga el premio, sí la que más lo merece. Tanto la Alianza Atlántica como el Consejo de Europa, ambos de 1949, son algo anteriores al impulso que condujo primero a la creación de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero en 1950 y ya en 1957 al Tratado de Roma que instituyó la primera Comunidad Europea de seis miembros; y algo habrán hecho ambas para sacar al continente del salvajismo en que cayó postrado como resultado de la guerra. Pero, ciertamente, la institución más política y vinculada al ciudadano es la UE, que no apareció en sus actuales siglas hasta la entrada en vigor del Tratado de Maastricht en 1993.
De aquella época es el chiste atribuido a Henry Kissinger y desmentido por el propio exsecretario de Estado de que Europa no tenía un número de teléfono adonde llamar en caso de crisis. No lo resolvió Maastricht. Tampoco el reciente Tratado de Lisboa. Ahora, ante el actual overbooking de altos cargos, la UE no tiene ni siquiera alguien auténticamente autorizado para recibir el premio y pronunciar un discurso en su nombre en el que recordar el continente salvaje del que salimos y al que jamás debemos regresar.