
Eder. Óleo de Irene Gracia
Lluís Bassets
Un presidente mediocre puede dejar una poderosa huella y condicionar el futuro de su país tanto o más que otros presidentes más brillantes. Este es el caso de Bush, como ha podido comprobar su sucesor, Barack Obama. A la dificultad de terminar las guerras que dejó abiertas en Irak y Afganistán se añade la maraña legal que le sirvió para lanzar su guerra global contra el terror: Obama todavía no ha conseguido desenredarla, como se está demostrando con el campo de detención de Guantánamo, donde tiene a un centenar de presos en huelga de hambre que le han obligado a resucitar la promesa de clausurarlo.
Más que las guerras libradas y los cambios legales, en el legado presidencial pesan las ideas que amoldan la época. Estados Unidos, gracias a Bush y a pesar de Obama, sigue en guerra contra el terror, una guerra indefinida que sigue autorizando al comandante en jefe a realizar acciones fuera de la legalidad internacional, o incluso nacional, como asesinar a distancia a conciudadanos sospechosos de terrorismo.
La sombra del expresidente se proyecta sobre su sucesor incluso cuando este último va en dirección contraria, como sucede con la crisis de Siria en comparación con la guerra de Irak. Se parte de un mismo principio: que el uso de armas químicas por parte del régimen podría justificar una intervención militar de EE UU. Pero si Bush declaraba innecesaria una pistola humeante para tener la evidencia del crimen, el actual presidente exige la plena seguridad de que se ha utilizado este tipo de armas e incluso quiere conocer exactamente quién las ha utilizado, no fuera caso que la culpa sea de la resistencia y el bombazo se lo llevara el régimen.
Todo lo que eran facilidades para ir a la guerra en uno son dificultades en el otro. Bush no tuvo paciencia para esperar los resultados completos de las investigaciones de los inspectores de Naciones Unidas. Le bastaron las pruebas falsas fabricadas por la CIA y organizó una coalición de voluntarios en la que le acompañaron Blair y Aznar, sin necesidad de la aprobación del Consejo de Seguridad. Obama atenderá a las inspecciones de Naciones Unidas, quiere que la comunidad internacional comparta la certeza que proporciona la pistola humeante y que la decisión que se deduzca sea multilateral, es decir, con cobertura legal internacional.
Obama no quiere meter a su país por tercera vez en una guerra en esta zona explosiva tras las pésimas experiencias de Irak y Afganistán. La aventura de la guerra requiere un intenso apetito que EE UU ha perdido del todo después de sacrificar tantas vidas y dinero en dos guerras de resultados discutibles. De ahí que prefiera dejar su compromiso en el suministro de armas a la oposición más prooccidental contra el régimen sirio.
Uno buscó excusas para hacer la guerra, mientras que el otro busca excusas para no hacerla. Como Bush, pero al revés.