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Catástrofes futuras

Por 2 de junio de 2010 Sin comentarios

Lluís Bassets

Israel ha hecho un muy mal negocio. Ha dañado, ante todo, su imagen internacional, seriamente lesionada desde la operación Plomo Fundido sobre Gaza y todavía más de la formación del gobierno más ultra y radical de toda su historia. Buena prueba de ello son las resoluciones que ha suscitado su acción, del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, de la Unión Europea y de la OTAN, y la actitud de Estados Unidos que, por primera vez en años, ha tomado posición propia y no se ha escudado en el apoyo incondicional a lo que haga Israel. Ha tensado los lazos con los aliados hasta un punto difícilmente tolerable, como es evidente en el caso de Turquía. Ha situado la cuestión de Gaza en el primer plano de la actualidad internacional que era exactamente el propósito de los promotores de la flotilla solidaria. Y ha obligado a Mubarak a abrir el acceso desde la franja a Egipto por Rafah, algo indeseable para la dictadura egipcia, que sufre en su interior la oposición de los Hermanos Musulmanes, de la que Hamas es la rama palestina.

Además de hacer un mal negocio, Israel ha actuado fuera de la ley y según criterios morales condenables, tanto en el asalto a la flotilla como anteriormente en la guerra y en el bloqueo de la franja de Gaza. Eso es evidente y sólo los ciegos no quieren verlo, deslumbrados por la profusión de actuaciones del mismo tipo que encontramos en la región y en el mundo, en el presente y en el pasado. Pero no es éste el problema que se discute. La cuestión candente es saber si este tipo de actuaciones sirven al propósito del sionismo más pragmático y realista. Y la respuesta negativa, clara y rotunda, suscita un amplio consenso internacional. Sólo entre los ciudadanos de Israel se ven las cosas de forma distinta. A ello apelan los defensores a ultranza de cualquier cosa que haga o pueda hacer un gobierno israelí, en preciso seguimiento de la consigna nacionalista: right or wrong, my country, y en este caso, Israel.
En esta actitud se mezclan muchas cosas, algunas de las cuales son abiertamente psicológicas. En primer lugar, el hecho incontrovertible de que estamos hablando de un Estado en guerra con sus vecinos desde su fundación, que se produjo también a partir de una guerra con los colonizadores británicos y con los habitantes árabes de Palestina. La tierra prometida no estaba esperando, vacía y sola, con su miel y sus uvas, a que llegaran los futuros israelíes sin patria. Tuvieron que ganarse el territorio de la patria palmo a palmo e inculcar en sus ciudadanos, desde la escuela, la vigilancia y la actitud militar, defensiva y conquistadora a la vez. Se impregnaron además de la escuela violenta de la región, que Enric González ha descrito con tanta precisión en su admirable blog Fronteras movedizas: ése es el lenguaje con el que creen entenderse mejor los israelíes con los árabes, el de la dureza y de la intransigencia militares. ¿Por qué habría que acudir a la paz cuando sólo se cree en la guerra?
Se resguardaron además en la condición moralmente invencible de la víctima perfecta y sin parangón, con autorización sin límite para preservar y guardar la exclusiva de su condición y para exhibirla ante la menor discusión y no digamos amenaza o riesgo de confrontación. Siendo uno de los Estados más fuertes y enérgicos del mundo, siempre exhibirá la amenaza de su destrucción y el miedo legítimo de sus ciudadanos; y siendo el Gobierno más desatento a la diplomacia y al diálogo con amigos y enemigos, siempre osará escudarse en el antisemitismo para defenderse de las críticas. Y a pesar de todo ello, hay algo de la herencia judía de lo que no consigue despegarse una parte de Israel, y es quizás lo que explica todas esas otras adherencias que vienen a enturbiar la posibilidad de políticas racionales y decisiones valientes y eficaces para preservar su futuro.
Donde más cómodos se sienten los dirigentes israelíes es en la soledad absoluta, rodeados por un mundo hostil al que no dudan en considerar antisemita y enfrentados a unos enemigos que no dudan en situar al lado de los nazis. Ese es el infierno o abismo que les atrae y en el que se sienten cómodos, jaleados por los neocons y por los palmeros del Apocalipsis que son los cristianos renacidos norteamericanos, dispuestos a buscar en tierras de Oriente Próximo la batalla final entre el bien y el mal que precederá, gran paradoja, la conversión de Israel al cristianismo.
Esa soledad metafísica tiene raíces vivas y difíciles de cortar, hincadas en la vieja mentalidad del ghetto, de la que la derecha israelí no consigue emanciparse, como sucede con la nula confianza en la humanidad y la creencia exclusiva en la propia determinación y en la fe en unas escrituras que marcan el destino: Dios y el pueblo. Por más que este sentimiento pueda despertar asombro e incluso admiración en quienes aman a Israel y aman el pueblo judío y su civilización portentosa –que es exactamente la nuestra, no lo olvidemos–, esta última deriva es la peor de todas, puesto que conduce de cabeza hacia un régimen militar y un fundamentalismo religioso ambos en perfecta sintonía con los peores cultivos del mismo tipo que se dan en la región. Y esto, para los judíos liberales que son mayoría en el mundo y para sus amigos, no sería el advenimiento de nada, ni una victoria en el Armagedón, sino una nueva catástrofe histórica de dimensiones incalculables para Israel, para los judíos y para la humanidad.
(Enlace con el blog de Enric González)

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Lluís Bassets

Lluís Bassets (Barcelona 1950) es periodista y ha ejercido la mayor parte de su vida profesional en el diario El País. Trabajó también en periódicos barceloneses, como Tele/eXpres y Diario de Barcelona, y en el semanario en lengua catalana El Món, que fundó y dirigió. Ha sido corresponsal en París y Bruselas y director de la edición catalana de El País. Actualmente es director adjunto al cargo de las páginas de Opinión de la misma publicación. Escribe una columna semanal en las páginas de Internacional y diariamente en el blog que mantiene abierto en el portal digital elpais.com.  

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