
Eder. Óleo de Irene Gracia
Lluís Bassets
La publicación de las memorias de los políticos españoles suelen ser acontecimientos grises y menores, en buena sintonía con su escasa calidad y su interés público limitado o nulo. Solo recuerdo las muy breves de Leopoldo Calvo-Sotelo como un ejercicio intelectual de valor, entre otras razones por la ironía y la sutilidad de su autor.
Acabo de leer el primer volumen de las que ha escrito, o le han escrito, a José María Aznar, que abarca o data desde su nacimiento en 1953 hasta 1999, cuando termina su primera legislatura. Son poco más de 300 páginas, pulcramente organizadas y escritas, fruto de la extraordinaria profesionalidad de los editores de Planeta, que se han visto precisados a añadir en anexo unos discursos para engordarlas y dar así con un volumen de suficiente prestancia.
El historiador Julián Casanova ya ha señalado que "nada relevante se aprende en ellas sobre la transición o de cómo se construyó la democracia". Y que su mayor sustancia está en que "el lector puede constatar, sin embargo, una y otra vez, de qué está hecha la política: de amigos, fidelidades y favores, que se devuelven según lo recibido".
El país no da más de sí. Y Aznar tampoco. A pesar del fulgor de la transición y de los años buenos, estas memorias no engañan. Este es un país pequeño y mediocre, provinciano y funcionarial y, en el fondo, insignificante, tal como lo revela y trasluce en cada uno de los episodios de este repaso autobiográfico un jefe de Gobierno tan exitoso como fue Aznar en su primer mandato, cuando no tuvo mayoría absoluta. Su publicación en el actual momento depresivo constituye una forma de documentación de la burbuja política y de imagen que ha vivido España y del regreso a la normalidad grisácea que siempre hemos conocido.
El primer dato sobre el nivel político de la rememoración que hace Aznar es la inexistencia en todo el libro de idea, reflexión o visión alguna sobre el mundo en que vivimos. Sí, ya sabemos que los momentos estelares de Perejil, el rancho de Bush en Texas y la declaración de guerra en las Azores pertenecen a la segunda legislatura y merecerán en su día algún tipo de aproximación. Pero por lo visto hasta aquí, poco podemos esperar del próximo volumen que realmente pueda suscitar el interés público y menos todavía de los historiadores y cronistas.
En el período abarcado por este primer volumen hay varios episodios que merecerían un mejor, más extenso y en todo caso detallado tratamiento. Uno de ellos es la reforma promovida por Aznar de la Internacional Demócrata Cristiana, convertida en Internacional Demócrata de Centro, junto al ingreso del Polo de la Libertad de Berlusconi; toda una operación que, a la vista está, merecería algún tipo de reflexión crítica, o al menos analítica. La llegada del aznarismo al Partido Popular Europeo y a la IDC introdujo un facto de dureza liberal y de populismo conservador en la derecha global que pasa totalmente desapercibido, ni siquiera como mérito, en las memorias.
Algo más de espacio, aunque no energías, dedica a su experiencia en Bruselas como recién incorporado a la gimnasia de los consejos y cumbres, pero solo lo hace para documentar su clarividencia y su acierto en las decisiones sobre la incorporación en el euro. En estos cuatro años sucedieron suficientes cosas en la escena internacional como para suscitar la atención del jefe de Gobierno de un país de intensa proyección exterior en aquel momento. Sucedieron en Oriente Próximo, en los Balcanes o en Irlanda del Norte, pero para Aznar todo lo que cuenta pasa entre Madrid y Valladolid.
Aznar coincidió en sus primeros cuatro años con Bill Clinton, Tony Blair, Helmut Kohl, Jacques Chirac, y ya había conocido, según se encarga de subrayar, a muchos otros, como Margaret Thatcher, Giulio Andreotti, Carlos Menem o John Major. Pues bien, estos nombres solo le sirven para su 'name droping', como adorno a sus decisiones y peripecias (Clinton, Blair y Chirac se sorprenden de que no quiera presentarse por tercera vez), pero en ningún caso para explicaciones sobre su carácter, sus conversaciones y relaciones, y mucho menos para dar alguna visión personal del panorama mundial y de sus problemas.
La pasión política de Aznar, que la hay, es localista y sin horizontes. Inspirada, eso sí, por una idea tan grandiosa como indefinida de España y de su lugar en el mundo, y por una identidad española recia y compacta (por eso no necesita definición), quizás inquietante y que probablemente merece un desarrollo específico. Como nada nos dice de sus ideas juveniles, aparentemente falangistas, nada podemos saber de las raíces de su españolismo en el pasado inmediato.
Para la memoria selectiva de Aznar, en su biografía no tiene papel alguno el franquismo y por eso calla. O quizás es exactamente por lo contrario. Si se atreviera a escribir sobre todo esto y a contar lo que vivió y lo que ahora piensa de todo ello, seguro que triunfaría como memorialista.