Lluís Bassets
No se puede ni siquiera empezar a pensar que se liquida una etapa entera de la historia de la destrucción bélica sin que se cuente ya con todos los ingredientes pare asegurar el futuro de las guerras. Barack Obama ha dado algunos pasos esenciales en una desescalada armamentística sin precedentes, centrada sobre todo en la reducción de los arsenales nucleares pero con la llamada opción cero en el horizonte: que significa llegar a una recta final en la que la última negociación por parte de todas las potencias nucleares sea poner sobre la mesa su total eliminación. El presidente de Estados Unidos ya ha dicho que no lo verá en vida suya, de forma que la caución temporal le permite sencillamente avanzar unos pequeños pasos que dejen trazado el camino y la dirección. Pero esto no lo va a hacer y no lo está haciendo sin poner en marcha, antes, la siguiente generación de artefactos destructivos que asegurarán la primacia norteamericana en un mundo sin armas nucleares.
El New York Times lo contó este pasado viernes, pero Georges Friedman, sobre quien escribí este pasado domingo, también lo ha explicado en su libro sobre cómo será el mundo en los próximos cien años. Friedman, además de dedicarse sobre todo a la geopolítica, es asesor en temas militares sobre temas armamentísticos y estratégicos, de manera que sabe de lo que habla. La nueva arma del futuro, que está ya concibiéndose ahora, son los misiles ultrasónicos, capaces de alcanzar un objetivo en cualquier parte del planeta en cuestión de minutos, una hora como máximo. Combinan la precisión y el guiado cibernético de los drones actuales con una carga explosiva de gran intensidad capaz de destruir instalaciones situadas en búnkeres subterráneos. Su velocidad permite ahorrarse la dispersión de las instalaciones y elimina la necesidad de numerosas bases.
La guerra mundial que Friedman ha imaginado para mitad de siglo, cuando Obama sea un anciano de gran edad o haya ya muerto, tendrá en los misiles supersónicos, capaces de atacar también plataformas espaciales, una de sus armas más poderosas. Todo esto funciona muy bien en la ciencia ficción, que es el territorio en el que cae la geopolítica cuando quiere llegar demasiado lejos en el tiempo. Pero en la práctica, los misiles supersónicos plantean otro problema, que los rusos, con la perspicacia que les ha dado la competición de la guerra fría y de sus actuales estribaciones, han señalado con un punto de irritación: ¿quién nos asegura que estos veloces misiles de muy largo alcance no llevarán una carga nuclear, de forma que inmediatamente se rompa cualquier equilibrio?
De momento, el arma del inmediato futuro no es todavía el misil supersónico, sino el dron, es decir, el avión no tripulado que se controla desde una base situada a veces en el territorio norteamericano y que permite bombardeos de precisión y asesinatos selectivos. Se está usando en Afganistán y Pakistán con gran intensidad y con efectos a veces no deseables. A pesar de las enormes virtudes de la cibernética, los efectos colaterales son en muchos casos terribles. Si hay deslizamientos inadmisibles cuando las armas son utilizadas por soldados que actúan directamente sobre el terreno con los objetivos a vista, cómo serán las cosas cuando la diana se halla a miles de kilómetros y el juego de play station es todavía más evidente.
Sobre los drones, como sobre otro tipo de guerras de enorme trascendencia como son las meramente cibernéticas, que afectan a las comunicaciones y a los sistemas informáticos del país que se quiere atacar, Friedman no nos dice apenas nada en su libro. Pero esto no significa que no sean cruciales. Tampoco nos dice nada sobre el futuro de Israel, fuera de dar por descontado, como quien no le da importancia, que será un Estado militarmente fuerte a lo largo del siglo XXI.
(Enlace con el artículo del New York Times sobre la nueva arma).