Lluís Bassets
El derecho a decidir es una de las consignas más exitosas de la reciente historia política española. Forma parte de la idea más elemental sobre la libertad que podamos decidir, personal o colectivamente, en todos los ámbitos de nuestras vidas. ¿Quién puede oponerse?
El derecho a decidir puede ser un eufemismo, una nueva versión del derecho de autodeterminación, reconocido hasta ahora para los pueblos colonizados, pero que no incluye a aquellas partes de países democráticos y regidos por Estados de derecho que pretenden separarse y convertirse en un sujeto internacional diferenciado.
Este derecho a decidir ha llegado en el caso catalán a un callejón sin salida. No tienen una mayoría suficiente los partidarios de la independencia que lo reclaman y hay a la vez una mayoría parlamentaria en España que lo rechaza taxativamente. El diálogo se revela imposible: el independentismo catalán solo quiere dialogar y pactar sobre cómo ejercerlo y el grueso de las fuerzas parlamentarias españolas puede dialogar y pactar sobre muchas cosas pero en absoluto sobre el derecho a decidir.
Para salir del atasco, quizás convendría que el derecho a decidir ampliara su significado. Puede servir la sentencia del Tribunal Constitucional que anulaba la Declaración de Soberanía del Parlamento Catalán, y lo identifica con el principio democrático, un "valor superior de nuestro ordenamiento" que "reclama la mayor identidad posible entre gobernantes y gobernados" e "impone que la formación de la voluntad se articule a través de un procedimiento en el que opera el principio mayoritario".
El punto de partida es conocido: una sentencia precisamente del TC que anuló un Estatuto, el de Cataluña, aprobado por tres cámaras parlamentarias ?Parlamento catalán, Congreso y Senado españoles? y ratificado por la ciudadanía de Cataluña en referéndum. Siguiendo la lógica del TC, el camino para resolver el atasco lleva a que las tres cámaras, más la ciudadanía catalana, e incluso la ciudadanía española, aprueben un nuevo bloque constitucional para Cataluña que restaure el consenso ahora roto entre gobierno y gobernados.
Hay algunas fórmulas a mano para tal operación. No sirve la que reclama el independentismo, pues no superaría las pruebas parlamentarias y refrendarias. Hay otra, una reforma constitucional, que podría pasarlas si consigue encontrar el equilibrio entre estabilidad y cambio capaz de convencer a todos. Hay una más, que bien puede completar y mejorar la anterior, que es la propuesta de Miguel Herrero de Miñon de añadir una disposición adicional a la Constitución en la que se reconozca la singularidad catalana dentro de España.
De momento, las dos partes no están por la labor. Ni siquiera hay acuerdo en sentarse en una comisión del Congreso para discutir abiertamente de estas y otras propuestas. El nuevo punto de partida debe ser este diálogo abierto. El de llegada, las urnas, donde deben encontrarse todos los ciudadanos en un nuevo consenso. Si se hace bien, eso será el derecho a decidir.