
Eder. Óleo de Irene Gracia
Lluís Bassets
El poder no se deja. Es el poder quien deja a quien ya no es capaz de mantenerlo.
Durar es la aspiración esencial de quien tiene el poder. Durar hasta el límite de la propia muerte, naturalmente.
Nadie renuncia a durar, a mantener el poder, sin sacar alguna ventaja mayor. A menos que no sea una renuncia, sino una rendición.
Abandona el poder quien ha sido ya desposeído.
El poder es inescrutable por definición. Un poder transparente es una contradicción en sus términos.
Inescrutable en todas sus fases, ascenso, apogeo y declive. Inescrutable todavía más en los momentos disruptivos, cuando se gana o se pierde. Todas las explicaciones sirven pero ninguna es completa y suficiente para esa magna renuncia al sumo poder imperial.
No hay imperios espirituales. O mejor: no hay imperios solo espirituales. Si es imperio también es material.
El imperio es católico, global quiero decir, por vocación. No hay ambición imperial con límites.
Donde hay poder hay lucha por el poder. Y la lucha por el poder siempre es finalmente a muerte.
Extrañas heroicidades: reconocer las culpas, rendirse ante el asedio interior de quienes quieren tener más poder que quien lo tiene todo y finalmente renunciar.
Hay que sospechar de quien luce como única proeza su renuncia al poder. Hay que sospechar sobre todo de tanta unanimidad y tanto aplauso.
Si lo hace el Papa, ¿por qué no debería hacerlo el Rey?
Respuesta: porque nadie se ha apoderado todavía del poder que pugna por abandonarle.
La gloria terrena para quien solo perseguía la eterna: recibir en vida los elogios reservados para después de la muerte. Solo quedará la cuestión del título: a este no se le puede aclamar con el santo súbito. No hay santos vivos.