Julio Ortega
Carlos Fuentes había intentado escribir Aquiles o el guerrillero y el asesino primero como una crónica, pero siendo como fue, un escritor complejo, descubrió que la novela sería más creíble que la crónica, la cual, irónicamente, está recargada más de opinión que de información y, por eso, ya no suele volar como volaba. Es lamentable que los periódicos la hayan condenado al papel de pastillas de menta: hoy leemos una croniquilla agridulce para soportar unos minutos de realidad. Cuanto más liviana su denuncia más fugaz su mal sabor. Lo que dice mucho de su naturaleza misma, ya que, como su nombre indica, la crónica es un pasaje para pasar el tiempo. En sus comienzos la crónica duraba lo que un viaje en coche de seis caballos. Luego, un viaje en tren. Después, para soportar el tiempo en un vuelo charter. Ahora, dura el trayecto de una estación en el metro. Con encatadora inocencia, los cronistas y las crónicas aputan sus emociones y nos las cuentan. Propongo clasificarlas como crónicas de bus, metro y taxi. Se puede leerlas a sobresaltos pero también dejar de leerlas sin culpa. Mi admirada Alma Guillermoprieto acaba de escribir una sobre la odisea de montarse a un taxi en La Habana. El ensamblaje de piezas de diverso origen que es un taxi cubano, le parece una metáfora de la laboriosa identidad política de su chofer. El mio, en cambio, es un genio de la mecánica: en un pobre auto ruso ha montado un motor francés y una batería brasileña, y ha compuesto una obra de arte de la sobrevivencia. La última vez que me llevó al aeropuerto me dijo que tenía que encontrarle una pieza canadiense. Por eso, para ser solidario con su héroe agonista, Carlos Fuentes se sentó al lado del guerrillero que va a ser asesinado. Hay lectores que me han preguntado si es verdad que Carlos estuvo en ese vuelo como testigo del asesinato de Carlos Pizarro. Les respondo que es verdad aunque no sea cierto. Quiero decir que la sensibilidad ética le permitió reconocer el escándalo de la violencia y acompañar a la víctima ya no en la crónica indistinta sino en la certidumbre de la novela. ¡Cuánta falta nos hacen las crónicas de Tomás Eloy Martínez, Elena Poniatowska, Carlos Monsiváis, Edgardo Rodríguez Juliá y Alma Guillermoprieto!
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Julio Cortázar, en cambio, escribió dentro de un taller literario prolífico y feliz. Por eso será para siempre un autor inédito. Acumuló miles de páginas que fue ordenando en libros que querían ser más que simples compilaciones. Rayuela es, al final, una compilación de muchas historias hechas casillas de la rayuela (o "mundo") que hay leer como quien juega. Pero después de su muerte aparecieron varios libros de mérito desigual. Claro, todos son, al final, valiosos para el especialista o el crítico, pero no siempre para el lector devoto. Julio podía ser acerado y sutil pero estaba tentado por el sentimentalismo. Era querendón y, como la buena gente de antes, puntualmente agradecido. A veces, es cierto, exageraba su capacidad de asombro. No se podía comer con él sin oirlo exclamar: "Pero qué lindo…” ante el paso de unos niños del Kinder. Me temo, en fin, que no se animó a quemar sus papeles acumulados para evitarse la atroz tarea de elegir y salvar.
3
Me gustaría que me guste la novela abandonada de Bolaño pero siendo la suya una estética informalista (consagrada por Kerouack y su gran lección de apetito vital) no importa que esté o no acabada. Un relato vitalista no tiene principio ni final, es pura ocurrencia episódica y celebración elocuente del instante prolongado hasta los límites no del lenguaje sino de la fatiga. En verdad, Bolaño estaba vivo en su obra inédita, que podia seguir revisando para prolongar la euforia de refutar a la muerte. Cuando se termine de publicar todo lo que dejó, habremos terminado de leerlo. En eso, después de Bryce Echenique, es el narrador más cortazariano, por deberse a la duración, el transcurso y lo transitorio como la materia misma de lo vivo y vivido, que el relato convierte en espectáculo, esto es, en duración. La regla de oro del espectáculo es el tiempo que se toma. Si dura demasiado sofoca y agobia, si dura lo justo, alivia y complace. Esperemos que los herederos de Bolaño sepan mantenerlo vivo. Lo peor que le puede pasar a un escritor que deja obra inédita es que ésta sirva para que lo olvidemos mejor.