
Eder. Óleo de Irene Gracia
Julio Ortega
Hemos aprendido que la mirada no es natural sino que está situada y se debe a su diversa validación. La historia visual demuestra que muchas cosas desaparecen al dejar de ser observadas. El objeto, por lo mismo, no es transparente para el sujeto, y se define, más bien, por la relación entre ambos. La mirada que presume la transparencia del objeto, se ha dicho, es la mirada pornográfica.
El Holocausto debe haber sido la primera expriencia moderna de los limites de la representación. Pero también lo son las lecciones de la Guerra Civil española. Picasso y Vallejo representaron la Guerra en los dos más grandes monumentos artísticos que produjo: el “Guernica” y España, aparta de mí este cáliz. Y lo hicieron desde una visión que excede el campo de la mirada.
Curiosamente, fueron dos películas (“La vaquilla” de Berlanga y “La vita è bella” de Roberto Benigni) las que pusieron a prueba los modos de representación de los vencidos, en la Guerra Civil y en el “universo concentracionario”, respectivamente. Lo hiceron introduciendo la fuerza relativista del humor; esto es, el principio de la indeterminación, que define por igual a la democracia y a la narración. No es casual que se trate de dos películas: la mirada cinematográfica es una apología visual. Todavía recuerdo la alarma de la crítica con la segunda película, donde la historia se piensa desde fuera de la muerte; y las críticas a la primera, que introdujo la mirada afectiva como una virtud improbable en español.
Hoy nos resulta algo ingenuas esas mediaciones de la representación del dolor de la derrota. La técnica del “cut” y el “montage,” sobre la que se basaba la teoría de la imagen fílmica de Deleuze, no da ya cuenta de la representación de las emociones. Gracias a la biología de la percepción hoy sabemos que el flujo emotivo excede a la mirada. Por lo demás, los protocolos éticos sobre la imagen del sufrimiento ponen a prueba el valor de las representaciones.
La estética vanguardista había propuesto “dar a ver,” para liberar a la vista. En “El perro andaluz,” Buñuel alegorizó esa propuesta en el famoso ojo cortado con una navaja. Carlos Fuentes vio en ese múltiple corte “el ojo del espectador.” Goya había definido la escena de la violencia, en “Los fusilamientos de la Moncloa,” abriendo lo blanco en lo negro, donde la emoción se despliega abismada. También el ojo de la tragedia es, al centro del “Guernica,” una explosión de luz. En ese linaje, Vallejo nos propone ver más, y con tal intensidad –como en la mirada gótica, la del ascenso místico –que el hombre muerto se levanta y echa a andar. La lección ética es una parábola: la solidaridad vence a la muerte.
Pienso que fue el Proyecto Yale para documentar la historia viva del Holocausto lo que generó la pregunta por la legitimidad de la representación del dolor. ¿Cómo procesar los testimonios de los sobrevivientes sin una ética de la representación? ¿Es posible la inocencia del entrevistador que pregunta, graba y edita el testimonio? Hubo antropólogos que firmaban los testimonios como autores por el hecho de haberlos recogido. El equipo de Yale decidió que el mejor formato era el más sobrio: dejar al testigo frente a una cámara que lo registra discretamente. Ningún entrevistador estaba presente para hacerle preguntas. Este método austero favoreció un protocolo de mediaciones técnicas. El testimonio, así, fue una ceremonia memoriosa mediada por la resta de las mediaciones.
Más reciente es la metodología desarrollada por Kens Burns en su serie de TV “La Guerra Civil,” que construye la representación a través de fotografías, fragmentos de cartas y citas de documentos. El uso de las cartas está mediado por el recuento narrativo de los hechos a través de las imágenes desplegadas y de la voz que los lee. Esta dramatización es de impecable sobriedad; y, por eso, de una digna suficiencia. Gracias al protocolo, no se abren ni se cancelan las heridas. La violencia y la destrucción prevalecen como una lección clásica de la vulnerabilidad de lo vivo, aun si los hechos ocurrieron hace ciento cincuenta años.
Estas consideraciones tienen que ver con la publicación, en la revista Semanal de El País, de cartas de militantes republicanos que desde los campos de concentración franceses, donde fueron inhumanamente hacinados, dirigieron a diplomáticos mexicanos pidiendo ser admitidos como refugiados o migrantes en México. Son cartas de un desamparo sin asidero, que revela las entrañas de una historia demasiado violenta como para pretender, ingenuamente, darla al olvido, por muy pactado que sea. Muchos de ellos lograron salir, recuperados por parientes, grupos de ayuda y, en buena medida, gracias a México. Estas cartas están en el Archivo Diplomático de México, que dirige la historiadora Mercedes de Vega, con quien he editado un tomo en la serie de balances criticos que ella coordinó.
Aunque no está claro cual es el protocolo de citar esos fragmentos, creo que se busca ilustrar la desnudez del drama humano de la Guerra. La representación del dolor de los vencidos, de su derrumbe moral y agonía emocional, plantea el dilema de cómo seleccionarlas, por qué y para qué. El Semanal ve en esta documentación herida el valor de un reportaje. Pero me parece que la manipulación de fragmentos impone un punto de vista sobredeterminado. Entre las cartas y el lector no hay mediaciones que procesen esas citas, que son un lenguaje vivo, arrancado de su contexto, donde quizá se entienden mejor gracias a su privacidad. Al carecer de protocolos, de validación afectiva, y de modos de procesar esa violencia y su varia humillación, temo que se termina nivelando lo citado, sin alarmarse de su dolorosa desnudez.