
Eder. Óleo de Irene Gracia
Julio Ortega
Al fin del año el mundo se acaba, y para contribuir con su renacimiento celebramos y ofrendamos, deseándonos bienestar. Esa memoria atávica todavía nos exalta con la promesa de sus saberes y la incertidumbre del porvenir. Pero si lo moderno construye la memoria como una economía del olvido, de la fiesta colectiva nos queda todavía el lenguaje, que nos recuerda mejor, entre cuentos y recuentos de fin del año. Frente a la zozobra de lo ilegible, el lenguaje nos sostiene, circular y locuaz. Y enumeramos sus mejores momentos para no olvidarnos de lo que es capaz; para celebrar lo mucho que puede el lenguaje contra el olvido, a pesar de lo mucho que puede el hombre contra el hombre.
Lo dice mejor el poema de José Emilio Pacheco que transcribo, celebrando el Premio Cervantes.
Comparto también, entre finales y recomienzos, la palabra de Roberto Méndez, poeta cubano de certidumbre madura; de Luigi Amara, poeta mexicano de sutil diseño verbal y ensayista conversable, como lo demuestra su recomendación de lecturas del año; y de Meagan Morse, estudiante estadounidense que cree, con buena fe, que el español puede hacer lo que el inglés no puede: albergar a los inmigrantes pobres.
José Emilio Pacheco: La flecha
No importa que la flecha no alcance el blanco
Mejor así
No capturar ninguna presa
No hacerle daño a nadie
pues lo importante es el vuelo la trayectoria el impulso
el tramo de aire recorrido en su ascenso
La oscuridad que desaloja al clavarse
vibrante
en la extensión de la nada
Roberto Méndez: Ofrenda
Las flores amarillas sobre la mesa
son mi única ofrenda
para este fin de año.
Parcas, silvestres,
tienen el tallo áspero
de la terca resistencia,
las corolas marcadas
por el polvo y la desmemoria
del sitio que las vio nacer.
¿Cuánto valen para ti?
(ayer costaron cinco pesos)
Nada mejor he podido guardar para estos días.
Nada.
Quiero abrir la ventana
y mostrarlas al aire.
¿Serán de San Lázaro, del Niño y su Madre,
o del caos
que ya las está devorando?
Ponles otra gota de agua
(mañana tendrán el precio de la esperanza).
La Habana, diciembre-2009
Luigi Amara: Mis favoritos del año
Lorrie Moore, Pájaros de América. Emecé
Una cuentista estupenda que retrata la vida cotidiana con crueldad y humor implacable (aunque “retrato” no es la palabra: es pura ficción).
Charles Burns. Black Hole. Phanteon
Una enrarecida novela gráfica que sí cumple con el par de características del género: sí es una novela y su gráfica es admirable.
Jimmie Durham, Entre el mueble y el inmueble. Alias
Ya quisieran muchos autonombrados escritores componer un libro con la libertad e inteligencia de este artista plástico. Una prosa diferente.
Elsa Cross, Bomarzo. Era
Una largo y poderoso poema que explora las consecuencias de las posposiciones y los viajes imposibles.
Michel Onfray, La fuerza de existir: manifiesto hedonista. Anagrama
Con una prosa llena de pólvora que hacía mucho no se veía en filosofía, Onfray arremete contra los pilares idealistas (y pacatos) de nuestra civilización.
Meagan Morse: Crónica de inmigrantes
La madre no tiene quién
La madre agitó el bolígrafo, intentando que asome la última gota de tinta negra sobre un trocito de papel. Pero el bolígrafo no tenía suficiente tinta como para terminar la carta a su hermana. La madre volvió la vista a la única ventanita rajada de su apartamento ruinoso. Vio la llovizna constante y gris del otoño de Providence.
Era otra vez octubre, el mismo de los últimos quince octubres en que la madre había esperado una llamada que le diera su turno. Quince octubres en la lista de espera para un apartamento público subsidiado no había disminuido su paciencia, sólo había arruinado el paraguas que empuñaba para salir a visitar a su asistente social. Este asistente era uno de los pocos hispanohablantes de la agencia; la madre tenía mucha suerte de haberlo encontrado. El primer viernes de cada mes, ella tomaba el bus 41 hasta la Oficina Pública de Vivienda para hablar con él y averiguar dónde estaba en la lista de espera, esperando, y ocultando esa esperanza, que hubiera avanzado su número.
Aguardando el bus bajo el paraguas, que servía mejor para mirar las estrellas que para protegerla de la lluvia, la madre pensó en su hijo, producto de la escuela norteamericana. Vio al niño, escuálido y casi ahogado en su ropa holgada de segunda mano: su esperanza para el futuro. Pensó con un rasgo de abyección, soy hija de mi hijo. Es él quien llama a las agencias de vivienda y habla con el casero. Será él quien tome las clases de capacitación que yo no puedo tomar y solicite los trabajos que yo no puedo pedir.
Esa noche, sola en su cama y temblando de frío bajo su manta andrajosa, la madre escuchó la gotera de agua en el techo. Ahogada en la duda que seguía a cada viernes infructuoso, caviló, ¿Cuando conseguiré el apartamento? Hasta que lo obtenga, ¿cómo viviremos?
Pero como el bolígrafo agotado que esta mañana dejó a su mano muda por falta de tinta, ella no encontró ninguna respuesta.
Años de pobreza
Demasiados años después, mientras las termitas devoraban los muebles y todas sus pertenencias, Pilar pensó en el día que se mudó a Providence. Fue un caluroso día de verano; las paredes blancas de su nuevo apartamento brillaron tan resplandecientes como el sol tras su ventana.
Pero pronto Pilar se había percatado de que la estufa del piso vecino emitía vapores nocivos. Los gases penetraban sus paredes y al entrar, se transformaron en fantasmas de los tres hijos y el marido que ella había dejado en su país natal. Esos espíritus la acompañaban constantemente y aunque a Pilar le encantaba ver a los niños que tanto extrañaba, no le hablaban; sólo andaban por la casa, como vagabundos, pidiéndole con los ojos que volviera. Los fantasmas la estaban volviendo loca de tristeza cuando por fin pidió al casero, Apolinar Moscote, por favor, que arreglara la estufa. Apolinar negó que hubiera un problema. Los servicios legales la tenía caminando en círculos, rellenando el mismo papeleo, y en pos de un administrador hispanohablante.
Finalmente consiguió otro departamento, tan blanco como el primero. Pero sus esperanzas se estrellaron el día que cayó por un tramo de escaleras al pisar un canto de madera astillada. Se rompió la cadera y se dislocó una rodilla. El departamento de servicios humanos y el hospital la tenían dando vueltas, rellenando el mismo papeleo y buscando a un hispanohablante para ayudarla a solicitar el seguro médico.
Con el apoyo de un médico que escribió varias cartas al casero, quien también se llamaba Apolinar Moscote, Pilar logró trasladarse a un apartamento del primer piso. Allí, un rumor interrumpió la soledad de su pobreza: el zumbido de una colonia de termitas que comía las paredes y el techo. Se lo informó a Apolinar, pero éste se negó a llamar a los fumigadores.
Empezó a caer una lluvia furiosa que parecía querer borrar la faz de la tierra. Pilar se encerró en su cuarto, a esperar, mientras las termitas seguían engullendo el apartamento. Cuando escampó, cuatro años, once meses y dos días después, las termitas habían devorado todo, hasta los huesos de Pilar.