
Eder. Óleo de Irene Gracia
Julio Ortega
Uno de los síntomas de la crisis es la pérdida del riesgo. Lamentablemente, los escritores, los agentes culturales, y a veces los periodistas, retornan a sus hábitos más conservadores. Pocos son los que asumen que no hay modo de remontar la crisis (la pérdida de públicos, la irrelevancia de las opiniones personales, la redundancia semanal de los mismos nombres ) sino explorando fuera de su cubículo y más allá de las resignaciones. Si la duda es el método para procesar la crisis, no deberíamos hacernos indudables; y, más bien, tendríamos que empezar poniendo a prueba el mecanismo defensivo de las convicciones hechas hábito.
No extraña que algunos comentaristas puntuales, igual a las golondrinas que de todos modos volverán, teman ponerse a prueba en los desafios y se refugien en una modesta subjetividad. Uno de esos nidos tibios es el del gusto personal. Dudoso gusto entre nichos y anidados.
No es para menos. Según la lección clásica, en una situación excepcional, cuando no sabemos cómo reaccionar, es que somos nosotros mismos. La crisis es hoy un verdadero retablo de las maravillas.
El gusto es el último refugio de la buena conciencia. De todo lo demás uno es responsable: de su mala información, desigual educación, capacidad de descreimiento…Del propio gusto, en cambio, uno es ibéricamente irresponsable. Porque me sale de las entrañas, porque lo digo yo, porque lo siento en la piel.
De las doce acepciones de “gusto” que documenta la RAE, ésta lo dice todo: “Propia voluntad, determinación o arbitrio.” Claro que es una definición hecha con muy buen gusto. Porque el alarde del ego en el gusto obsceno que declara su disgusto feroz, es un abuso de confianza. Al final, más demótico que civil.
Bien vista, la tribu del gusto encarnizado revela el desbalance afectivo, esa deuda impagable de las uvas agrias en las sociedades arcaicas, de autoridad patriarcal. Es la obediencia inculcada la que conduce a la resignación del gusto restitutivo, esa oscura venganza personal. Más teatral es el gusto misantrópico, que es el disgusto de quienes al dudar de la calidad de la especie humana, prefieren descartarla.
La crisis, en efecto, demanda un ejercicio crítico que empieza por nuestros hábitos. Nos pone en duda, desnudados por la violencia de lo más evidente: nuestra propia irrelevancia.
La prensa amarilla es hoy aquella que reproduce la moneda falsa de las opiniones contrariadas, irreflexivas, sentimentales o patéticas. Allí donde huelen un supuesto escándalo se precipitan con hambre. Nos someten a sus opiniones pero esperamos en vano por sus argumentos.
Nos habiamos habituado a ser los personajes de nuestro discurso, y cómodamente discurríamos en la prosa diaria de una tribuna bien pagada de si. Hasta ir al cine podía merecer nuestra opinión y la ejercíamos con el pataleo del gusto más personal. ¡Teníamos tánto que putear!
En cambio, hoy la crisis nos impide la autocomplacencia y pone en duda nuestra paga de opinador casual. Larra al menos ponía en duda los hábitos sociales y no le parecía inocente el deporte de dispararle a los pichones. Y Juan Valera se quejaba de que la paga por escribir no le permitía comprar un traje a su señora. Es que somos unos miserabes, concluía. En cambio, entre los nuestros no faltó quien, al comienzo del retablo de las maravillas proclamara: “He cobrado un millón de pesetas por mi pregón en Monte del Olvido.” En esa lógica de quien cobra más derechos, más sueldos o más premios, la economía ilusoria devoró todos los presupuestos. Se llegó a decir que si la cultura dejase de ser financiada, desaparecería. Bien visto, son ese derroche y esa insensibilidad ética lo que hoy impide que los jóvenes profesionales no tengan lugar en un sistema de distribución sin competencia, mérito y evaluación, sin relevo ni justicia.
Hoy sabemos que el gusto personal es otra prueba de nuestra fugacidad. La historia literaria es, por ello, una economía del olvido: sólo recordamos gracias a lo mucho que olvidamos. De allí el melancólico espectáculo del desengañado escribir: trabajan para el olvido, no sin tezón, legiones de opinadores encarnizados en la precariedad. Sin ironía, enfatizan, además, su tránsito al reafirmar su gusto como medida de autoridad, esa nadería.
Por eso, las antologías son el periódico de ayer de la literatura: como los premios, los best-sellers y la moda, las anima su ardor de olvido. Nada más patético que una antología que cree ser un ladrillo del porvenir. Documentan, más bien, el cambio acelerado del presente cultural; y, por eso, las mejores son aquellas que pronto son remplazadas.
Al final, el gusto artístico es una de las formas de la temporalidad, y es bueno reconocerlo para mejorar la conversación. También, para apreciar mejor la obra que nos dejan los autores cuya frecuentación nos ha acompañado, sin reclamo ni admonición. Esa intimidad del gusto de leer es de lo poco gratuito que nos va quedando.