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El periódico de mañana

Por 11 de mayo de 2016 Sin comentarios

Julio Ortega

Una vez Gabriel García Márquez me dijo que un buen argumento narrativo no se debe al suspense porque éste no resiste una segunda lectura. Cuando ya sabemos quién es el asesino, la relectura se adormece. Es como el periódico de ayer, sentenció Gabo, al fin y al cabo cronista del corazón de esta lengua.
Esa sentencia del sabio constructor de tiempos veraces que fue Gabo, viene a cuento a propósito del periódico de hoy. La suma de dilemas que el periódico nos propone , sin embargo, no creo que sea el mero registro del estado actual del mundo Me gustaría proponer que es, más bien,  nuestro modo de situarnos en el devenir público. Esto es, de leer, literalmente, el futuro.  

Hoy que el periodismo en español se juega, otra vez, su lugar y sentido en el proceso de avanzar una alternativa política seria, capaz de reconocer las diferencias sin descartarlas, me gustaría proponer que el mejor periódico es el de mañana. Y a pesar de las malas noticias, todavía leemos el diario contra el “vano ayer” que condenó  Machado al prometer “otra España nace.” Hoy leemos el pasado como la historia del futuro.

Cada periódico termina inventando a su público. El New York Times, por ejemplo, nos imagina mejores: necesitados de información puntual, urbanos en nuestra tolerancia del vecindario, y capaces de discreto escepticismo. Siempre he leido El País (sigo prefiriendo la edición impresa a la, a veces, profusa digital) como si leyera un parte metereológico antes de salir a la calle. Y sigo sugiriendo a mis amigos periodistas  que el mejor diario es una Agenda que nos permite elegir, y se hace parte de la vida cotidiana. Y lo cotidiano es el horizonte de lo político. Ese despliegue del tiempo futuro tiene que ver, en primer lugar, con la capacidad crítica del diario. No se trata de un programa didáctico, sino de la virtud liberal clásica: la de criticar la trama autoritaria que sigue dominando la conversación. Robustos, sentimentales y casuales, apenas un equipo contra la liga de los lectores. El periódico sera hecho por todos o casi no será.

En la España actual se concibe a los más jóvenes como más fugaces. Es bueno recordar que las mayores víctimas de la actual crisis global del sistema, son los estudiantes (las tumbas mexicanas suman incluso alumnos de la escuela para normalistas, lo cual multiplica el crimen a futuro), que acrecientan el promedio de excluidos. La juventud se ha convertido en la edad más mortal. Es cierto que el mercado global prevé la exclusión, ya no sólo la marginación. Los excluidos de hoy son en su gran mayoría, muy jóvenes, y los vemos en todas las mareas de refugiados. Pero también en las ciudades europeas trabajando en los servicios menos formales: han renunciado a la educación para sobrevivir del turismo. Al final, algunos países serán territorios del vano mañana. O sea, países sin lectores.  Los últimos países sin lectores propiciaron los infiernos ideológicos y religiosos del siglo XX.

“Con la Constitución”, el titular de El País  de hace 20 años, afirmaba el futuro frente al pasado arcaico. Juan Luis Cebrián lo ha contado no como una saga, que lo es, sino como un imperativo de esa ruptura y recomienzo hacia la incertidumbre del porvenir español.  Justamente, esa incertidumbre es inherente a la experiencia democrática. Las certezas rotundas e imperiosas son propias del autoritarismo inscrito en el lenguaje mismo, que sigue dando golpes de puño. Y de la mala información: seguimos llamando “nacionalismo” a lo que es, más bien, regionalismo.  En teoría de las naciones se entiende hoy al regionalismo como un subproducto de lo moderno: son más xenofóbicos los lugares a quienes costó más  el progreso modernizador. Bien vista, la corrupción tiene madriguera regional y partidaria, familiar y tribal.

Como buen lector, uno  entiende que el espacio es cada vez menor para los aspirantes a verse en el espejo del diario. Pero todavía nos falta el código ético del espacio disponible, que recomienda propiciar la alternancia, devolver la palabra. Firmar  todos los días es poco civil. Sobre todo ahora que se ha impuesto la licencia sentimental y el cronista nos confiesa su capacidad de llanto.

La apuesta a futuro  se opone al modelo genealógico de lectura, que lee hacia atrás,los orígenes, las fuentes de legitimación. El modelo proyectivo lee desencadenando los procesos, las rupturas, los horizontes en construcción. Esta lectura arborescente es la que hoy nos invita a formular vías de acceso, espacios de concurrencia, las demandas por venir.

Los periodistas siempre han tenido poca capacidad de renuncia.  Algunos parecen decididos a escribir sus propios obituarios. Pero si la comunicación no se releva, se estanca.  Por lo demás, el periódico forma parte del sistema de debate llamado esfera pública, constituida por los medios, los partidos políticos y la sociedad civil en tanto espacio comunicativo. La política se entiende como las fuerzas que buscan organizar la información con mejores accesos, relevos generacionales  y derechos de representación.  En algunos países nuestros ese espacio está asfixiado por la ausencia de opciones y voces más liberales y menos pacatas. Hoy día la propiedad de las comunicaciones se ha diversificado: es privada, institucional, asociativa, comunitaria, pero también se torna panameña. Con el monopolio hemos topado.

En un viaje a Madrid coincidí con el ingreso de Juan Luis Cebrián a la Real Academia Española (1997), donde dedicó su discurso a Jovellanos, quien había ocupado hacía 200 años el mismo sillón.  Su discurso exploró, en la vida y la obra del gran liberal perseguido, advertencias para la Transición española. Me doy cuenta que Cebrián no se interesaba en el pasado como historiador sino como intelectual: su lectura estaba definida por la conciencia liberal, y buscaba en la historia las lecciones del futuro. Explicó su visión de Jovellanos en estos términos: “un reformista y un modernizador, palabras que todavía suenan como símbolos de rebeldía en esta España tan proclive a resistirse al progreso. Un sano espíritu liberal, que hizo compatible la moderación de sus convicciones con la energía a la hora de defenderlas frente a los ataques de la envidia y el odio. Demasiadas coincidencias con nuestra historia reciente, y me temo que aun con la por venir, para no usar de ellas.” Como decía Alfonso Reyes de otro profesor: era más liberal que español.

La amenaza al futuro, en efecto, viene del peso pasado. Me interesa destacar, para cuando se estudie el carácter proyectivo de nuestro tiempo, el hecho de que Jovellanos, en esta lectura, buscaba hacer legible un mundo básicamente desarticulado. Era católico, noble, abogado y devoto asturiano, pero también hombre de ciencias, y como los intelectuales más modernos hasta el siglo XIX, creía que la agricultura era uno de los modelos económicos que optimizar. Los otros modelos para reformar el país eran el pensamiento liberal y la cultura clásica.  Deduzco que Jovellanos, como tantos liberales, veía su región como desarticulada. O sea, carente de un centro y a punto de hacerse ilegible. De allí los tres pilares de la reforma: la agricultura para sanear la economía, el liberalismo para superar los prejuicios atávicos, y el Latín para poner en orden el mundo en el lenguaje.  Lo desarticulado, lo sabemos mejor, es el Infierno: carece de centro y es impensable. Nuestros trabajos son un proyecto de rearticulación.

Por ello, creo que Juan Luis Cebrián se anticipó en asumir las tareas de lo que hoy entendemos como  agente cultural. Alguien capaz de ir más allá de la noción de sujeto, cuyo repertorio eran la identidad, la tesis de la resistencia y la crítica de los modelos de modernización, una agenda que fue fecunda y a veces heroica. Pero en nuestra historia intelectual, la destrucción de los proyectos socialistas nacionales, primero, y las migraciones y la violencia, después, demandaron la aparición de un intelectual que, más allá de la rebeldía y la disidencia, inculcadas por los modelos de Sartre, Camus y Marcuse, fuese capaz de articular una agencia de poder crítico y creativo que recuperara espacios en la esfera pública, liderazgo en la opinión liberal, y documentara la destrucción de futuro por el pensamiento ultramontano. El agente cultural, más operativo, gesta una conciencia crítica afincada en la sociedad civil, y asume la ética como acción que no se define ya por la bondad de tus opiniones sino por el lugar del otro en ti.

Esa justicia solidaria es central a la definición del lugar de enunciación crítica, cada vez menor e incautado por la conversión de la vida cotidiana en mercado.  No en vano Cebrián pertenece a la generación que en los años 70 se reconoció como producto de una “agencia de la crítica”. Así como a comienzos del siglo XX hubo una “agencia liberal” modernizadora, y en los años 30 tuvimos  una “agencia popular”, forjada por los nuevos partidos políticos de trabajadores y el socialismo emergente en las Universidades. En nuestro turno nos debemos a la puesta en crisis de la ideología ultramontana que era, y todavía es, la nervadura del lenguaje autoritario, el racismo impune, el machismo reciclado, el conservadurismo rancio, verdaderas pestes que asolan nuestro idioma.  La agencia cultural de la crítica reparte hoy nuestras tareas en la esfera pública, en la teoría del ágora civil, en la polis comunitaria.

La crítica como puertas al campo del porvenir ha tenido estos años en los trabajos de Juan Luis Cebrián y en los días de El País un liderazgo intelectual y comunicacional, que suma periodistas, escritores, programadores, comunicadores, editores, lectores y gestores sociales cuya vocación internacional remonta el pesimismo de la inteligencia y actualiza el optimismo de la voluntad. Se trata de una apuesta por la inteligencia del porvenir como la hospitalidad ganada contra la furia y  la desmesura.

           

 

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Julio Ortega

Julio Ortega, Perú, 1942. Después de estudiar Literatura en la Universidad Católica, en Lima,  y publicar su primer libro de crítica,  La contemplación y la fiesta (1968), dedicado al "boom" de la novela latinoamericana, emigró a Estados Unidos invitado como profesor visitante por las Universidades de Pittsburgh y Yale. Vivió en Barcelona (1971-73) como traductor y editor. Volvió de profesor a la Universidad de Texas, Austin, donde en 1978 fue nombrado catedrático de literatura latinoamericana. Lo fue también en la Universidad de Brandeis y desde 1989 lo es en la Universidad de Brown, donde ha sido director del Departamento de Estudios Hispánico y actualmente es director del Proyecto Transatlántico. Ha sido profesor visitante en Harvard, NYU,  Granada y Las Palmas, y ocupó la cátedra Simón Bolívar de la Universidad de Cambridge. Es miembro de las academias de la lengua de Perú, Venezuela, Puerto Rico y Nicaragua. Ha recibido la condecoración Andrés Bello del gobierno de Venezuela en 1998 y es doctor honorario por las universidades del Santa y Los Angeles, Perú, y la Universidad Americana de Nicaragua. Consejero de las cátedras Julio Cortázar (Guadajara, México), Alfonso Reyes (TEC, Monterrey), Roberto Bolaño (Universidad Diego Portales, Chile) y Jesús de Polanco (Universidad Autónoma de Madrid/Fundación Santillana). Dirije las series Aula Atlántica en el Fondo de Cultura Económica, EntreMares en la Editorial Veracruzana, y Nuevos Hispanismos en Iberoamericana-Vervuert.  Ha obtenido los premios Rulfo de cuento (París), Bizoc de novela breve (Mallorca), Casa de América de ensayo (Madrid) y el COPE de cuento (Lima). De su crítica ha dicho Octavio Paz:"Ortega practica el mejor rigor crítico: el rigor generoso."

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