
Eder. Óleo de Irene Gracia
Juan Pablo Meneses
Sucedió en Colombia. Había aterrizado en Barranquilla y de ahí fui en taxi hasta Santa Marta. La idea era escribir un artículo sobre la otra Colombia: la de los buenos hoteles, los paisajes de novela, las mujeres costeñas y las playas. Los días pasaban entre viajes en lanchas saltando olas transparentes, bar abierto en un hotel todo incluido, clases de salsa, cubas libres en el bar de Carlos Vives.
Rápidamente me había acostumbrado a los controles militares de la carretera y la narco-leyenda colombiana se reducía a pintorescas mansiones abandonadas donde alguna vez descansaron los capos de algún cartel. Fue ahí cuando conocí el parque Tayrona, con palmeras saliendo del mar tibio y mochileros de todo el mundo que un día llegaron y no se fueron más. La canción de moda era de un joven cantante llamado Juanes, que acababa de sacar su primer disco. A pocos kilómetros estaba Aracataca, el pueblo de García Márquez que se hizo conocido por su nombre falso: Macondo.
Bastaba estirar la mano para coger un jugo de mango o de guayaba. La piscina del hotel era ideal para nadar al atardecer. Me había olvidado de los cientos de cuestionarios aduaneros, donde te preguntaban si algún desconocido te había dado un paquete para llevar. Ni siquiera me inmutaban los guardias armados con metralletas que aparecían tras los matorrales del hotel.
Más me importaba que la temperatura del mar era perfecta y los precios baratos. Los pescados fritos pasaban por la garganta como miel. No era necesario tumbarse en la playa para quedar con la nariz superbronceada. Colombia asomaba como un país formidable, con todo lo necesario para vivir bien. Me lo decían los propios colombianos, amables como pocos, mientras posaban risueños para las fotos. Margarita, la encargada de prensa del hotel, nos contaba muchas historias divertidas y un par de anécdotas tristes. Nos presentó a su hija de 16 que inauguraba piercing en la lengua, nos recomendó un lugar para comprar esmeraldas, y nos advirtió – acertadamente- que terminaríamos volviendo a Colombia. Justo antes de despedirnos, nos dijo:
– El dueño del hotel quiere despedirse de ustedes.
La oficina del dueño del hotel tenía galardones, posters de Colombia y fotos aéreas de Santa Marta. El dueño del hotel usaba corbata de seda, tenía anillos dorados y bigote. El protocolo de despedida fue rápido, y finalizó cuando desde su boca se escuchó:
– ¿Me pueden llevar a Chile este paquete?
Y ahí estaba. Un pequeño paquete color caja de cartón, sellado con gruesa cinta adhesiva café claro. No tenía escrito nada y pesaba poco más de un kilo. Según el dueño del hotel, eran folletos para agencias de turismo. Ese tipo de paquetes yo los había visto antes, pero en la tele: en las noticias policiales o en los documentales de dinero fácil. Nunca como envoltorio de folletos turísticos.
Seguramente por las miles de advertencias de no recibir paquetes de extraños, es que nos quedamos mudos mientras aceptábamos el encargo. Durante el viaje en taxi desde Santa Marta hasta Barranquilla el fotógrafo me decía que el encargo lo pasara yo por la aduana, y yo le decía que lo pasara él. El paquete nos quemaba las manos.
Cuando llegamos al aeropuerto de Barranquilla nos recibió un control sorpresa de equipaje. Había perros y escopetas y quisimos dejar tirado los folletos en el baño y el fotógrafo había cambiado el bronceado por una palidez de autopsia. No era chistoso, aunque nos reíamos para disimular.
Finalmente, sin dejar de sentir miedo un segundo, decidí hacerme cargo del encargo y despacharlo junto a mi mochila. El argumento que me llevó a la decisión final, mirada en el tiempo, me parece insólito y no tiene que ver con algún acto heroico. Fumando un nervioso cigarro me convencí de que si pasaba algo malo, que si los perros descubrían que eso no eran folletos y saltaban las alarmas y de atrás la policía y de ahí a un calabozo colombiano, cerca de Aracataca, pues bien, si pasaba por todo eso terrible, eso significaba también que tendría una colosal historia para escribir. Y con una sonrisa en la cara entregué el encargo a la chica del counter.
Finalmente, el paquete en cuestión eran, efectivamente, folletos de un estupendo hotel de Santa Marta. De vuelta a casa había aprendido dos cosas. Primero, que en esa época estaba dispuesto a pasar una temporada en una perdida cárcel colombiana con tal de tener una buena historia que contar. Lo segundo, y que desde entonces llamo el Síndrome Colombia, es lo difícil que se nos hace despojarnos de los prejuicios a la hora de viajar. He vuelto varias veces a Colombia. Tengo buenos amigos, y creo que es un destino formidable. Tiempo después, un policía de la aduana de Barajas, en Madrid, revisando mi pasaporte se detuvo en los timbres de Colombia y me preguntó: ¿por qué has viajado tanto a Colombia? Respiré aliviado. No era que sospechara de mí. Sólo había aparecido, una vez más, el abominable Síndrome Colombia.
Publicado en la revista SoHo
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