José Saramago
No fue el santo que algunos veneraban ni el demonio que otros aborrecían, era, aunque no simplemente, un hombre. Se llamaba Álvaro Cunhal y su nombre, durante años, para muchos portugueses, era sinónimo de una cierta esperanza. Encarnó convicciones a las que les guardó inamovible fidelidad, fue testigo y agente en los tiempos en que éstas prosperaron, asistió al declive de los conceptos, a la disolución de los juicios, a la perversión de las prácticas. Las memorias personales que se negó a escribir tal vez nos ayudarían a entender mejor los fundamentos del raquítico árbol a cuya sombra se acogen hoy los portugueses para digerir el palabrerío con que creen alimentar el espíritu. No leeremos las memorias de Álvaro Cunhal y con esa falta tendremos que conformarnos. Y tampoco leeremos lo que, mirando desde este tiempo en que estamos el tiempo que pasó, sería probablemente el más instructivo de todos los documentos que podrían salir de su inteligencia y de sus finas manos de artista: una reflexión sobre la grandeza y decadencia de los imperios, incluyendo los que construimos dentro de nosotros mismos, esas armazones de ideas que nos mantienen el cuerpo levantado y que todos los días nos piden cuentas, incluso cuando nos neguemos a prestarlas. Como si hubiese cerrado una puerta y abierto otra, el ideólogo se convirtió en autor de novelas, el dirigente político retirado decidió guardar silencio sobre los destinos posibles y probables del partido del que había sido, durante muchos años, continua y casi única referencia. Tanto en el plano nacional, como en el plano internacional, no dudo de que hayan sido de amargura los últimas horas que Álvaro Cunhal vivió. No era el único, y él lo sabia. Algunas veces el militante que yo soy no estuvo de acuerdo con el secretario general que él era, y se lo dije. A esta distancia, si embargo, ya todo parece esfumarse, hasta las razones con las que, sin resultados que se viesen, nos pretendíamos convencer el uno al otro. El mundo siguió su camino y nos dejó atrás. Envejecer es no ser necesario. Todavía necesitábamos a Cunhal cuando él se retiró. Ahora es demasiado tarde. Aunque no conseguimos disimular es esta especie de sentimiento de orfandad que nos invade cuando pensamos en él. Cuando pienso en él. Y comprendo, les aseguro que lo comprendo, lo que un día Graham Green le dijo a Eduardo Loureço: ?Mi sueño, en lo que tiene que ver con Portugal, sería conocer a Álvaro Cunhal?. El gran escritor británico dio voz a lo que tantos sentían. Se entiende que sintamos su falta.