Jorge Volpi
La ciudad se abre a una de las bahías más hermosas de Europa. En un extremo de La Concha -más sugerente en la soledad invernal que con las multitudes del verano-, se alza El Peine del Viento, de Chillida. Más allá, uno puede internarse en las callejuelas del casco viejo o avanzar hasta la Kursaal, frente a la playa de Zurriola. Y, por si el escenario no bastara, aquí se encuentra la mejor comida de España: los pintxos convertidos en alta cocina en miniatura.
En 2006, viví por un año en San Sebastián (Donosti, en eusquera). Y tuve ocasión de recorrer el País Vasco, de Bilbao a las ciudades costeras del lado francés -Saint-Jean-de-Luz, Biarritz o Bayona-, y de los caseríos de Guipúzcoa, donde se concentra el apoyo a la causa abertzale, a la sobriedad de Vitoria, cuya población no quiere desgajarse de España.
Para un mexicano que aterrizaba en Euskadi, resultaba insólito observar cómo una de las sociedades más prósperas de Europa, dotada de un amplio autogobierno, podía albergar a una banda terrorista que, durante cinco décadas, había asesinado a más de ochocientas personas y mantenido a su sociedad amedrentada.
Y eso que, justo ese año, tomaba una copa en una tasca del centro, donde suelen reunirse los radicales, cuando los encapuchados anunciaron por televisión el inicio de una "tregua unilateral". Tregua que no tardaron en romper cuando colocaron una bomba en la Terminal 4 del aeropuerto de Barajas y provocaron la muerte de dos inmigrantes ecuatorianos.
A partir de ese momento, el gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, que había intentado negociar con ETA -como antes lo hizo Aznar-, se decantó por una estrategia de duro acoso policial hacia la banda, cuyo resultado ha sido el reciente video en el que los encapuchados han proclamado, esta vez, "el cese definitivo de su actividad armada" (aunque no su disolución).
A sólo unos días de las elecciones generales, la discusión en torno al "fin de ETA" ha ocupado un espacio tan relevante en los medios españoles como la crisis económica. La sensación general es agridulce: fueron esos encapuchados quienes decidieron matar durante medio siglo y son ellos mismos quienes hoy declaran el fin de su "lucha". Sin lamentar jamás la suerte de sus víctimas.
Para colmo, la banda ha querido enmascarar su derrota como un acto de gracia. Poco antes de su anuncio, un grupo de "mediadores internacionales", con la evidente connivencia abertzale, se reunió precisamente en San Sebastián para exigir a ETA el fin de la violencia. De un día para otro, dócilmente, ésta aceptó la recomendación.
Recuerdo en cambio que, en 1997, los etarras no quisieron escuchar el clamor de miles de personas reunidas en todas las plazas de España para implorarles por la vida de Miguel Ángel Blanco, concejal del PP en Ermua, a quien habían secuestrado. Indiferentes al reclamo, los pistoleros de ETA le dispararon dos veces y Blanco murió horas después en un hospital.
Tal vez su guerra armada haya acabado, pero empieza otra: la guerra por la Historia. Como en todo conflicto que concluye, se impone un punto medio entre la reconciliación y la justicia -entre el perdón que puede ofrecer una sociedad democrática y el castigo para los criminales exigido por los familiares de las víctimas-, pero sin permitir que se equiparen las culpas del Estado con las de los terroristas, como pretenden ciertos abertzales.
Y es que, en algún sentido, éstos llevan la delantera. Acaso uno de los rasgos más preocupantes que uno puede detectar en el País Vasco -y en otras regiones de la Península- es el triunfo del nacionalismo excluyente: creer que importan más las pequeñas diferencias, como la lengua, en vez de los rasgos comunes. A pesar de todo, hay motivos para la satisfacción: al menos los ciudadanos podrán salir de sus casas -o escribir en los diarios- sin temor a ser acribillados.
Amigos españoles me preguntan si es posible equiparar a ETA con los cárteles del narcotráfico. Las diferencias son mayores que los parecidos, les respondo. Por supuesto, unos y otros son delincuentes que merecen ser enjuiciados, pero la legitimidad que en cierto momento tuvo ETA por su lucha contra Franco no existe en nuestro caso. Resulta absurdo afirmar, como Fox, que deba negociarse con los narcos o que sea el Estado quien proclame una tregua.
Si bien la estrategia para combatir a los cárteles se ha revelado equivocada -así lo indican los 50 mil muertos en 5 años-, ello no significa que debamos pactar con los asesinos. Algo podemos aprender, sí, del ejemplo vasco. Por más conservadoras que puedan parecernos, las asociaciones de familiares de las víctimas de ETA han preservado las historias de los muertos. Nos vendría bien imitarlas. Tenemos que saber quiénes son esas 50 mil personas. Conocer sus vidas y las causas de sus muertes. Y, una vez concluida esta fallida guerra contra el narco, estamos obligados a no olvidarlas.
twitter: @jvolpi