Jorge Volpi
La doncella pasea por la dehesa hasta que descubre un toro blanco; se aproxima a él y lo acaricia. El animal responde con un suave bufido. Confiada, ella trepa en su lomo. El toro emprende una feroz carrera hasta la costa y continúa a toda velocidad sobre las aguas. Al llegar a Creta, la bestia revela su verdadera identidad y no duda en violar a la joven. Que el Viejo Continente y la muchacha seducida por Zeus compartan el mismo nombre resulta ideal para tejer una maliciosa comparación entre los dos, sobre todo si recordamos que la escena ocurre en Grecia.
Abducida y mancillada, la Europa de 2011 trastabilla y sangra por todas partes. Durante años, sus líderes lograron dar vida a esta quimera, en cuyo seno han convivido algunas de las sociedades más justas y libres de la historia, pero sin impulsar una unión política completa. Como nueva deidad impenitente, la actual crisis -otra palabra griega- ha terminado por exhibir sus emplastos y remiendos.
Los llamados países periféricos -aquellos que más se enriquecieron con el boom de los noventa- han sido las primeras víctimas de la recesión: Irlanda y Portugal, que ya han tenido que ser rescatados, y a continuación Italia y España, cuyas economías apenas se sostienen. Pero el verdadero talón de Aquiles de Europa -nunca mejor dicho- es Grecia.
Este pequeño país, de apenas 11 millones de habitantes, donde nacieron la idea de Europa y la democracia, no sólo se encuentra al borde de la quiebra, sino que amenaza con precipitar en su caída a toda la eurozona, y acaso a la Unión Europea en su conjunto. Funcionarios poco escrupulosos, tanto en Bruselas como Atenas, fueron incapaces de darse cuenta de que sus cuentas públicas no cuadraban hasta que su déficit se volvió inmanejable y su deuda se disparó a grados nunca vistos.
Frente a esta catástrofe, los líderes de la UE han reaccionado tarde y mal. La falta de cohesión fiscal y política se sufre más que nunca. Por un lado, resulta imposible tomar las medidas económicas habituales -la devaluación de la moneda-, pues Grecia pertenece a la eurozona y Alemania jamás lo permitiría; por el otro, los 27 no han sido capaces de atajar un problema que no es ya coyuntural, sino que obedece a la falta de una mayor unión entre ellos.
Hace justo un año, Alemania y Francia anunciaron un "ambicioso" plan de rescate para la hija descarriada, que contemplaba la aplicación de brutales medidas de ajuste, enormes recortes sociales, el despido de 150 mil funcionarios y la rebaja de los sueldos. El remiendo resultó insuficiente. El pasado 27 de octubre, Merkel y Sarkozy aprobaron un segundo plan de rescate para Grecia: a cambio de la quita del 50 % de su deuda, los griegos deben someterse a nuevas dosis de ajustes y recortes.
Su primer ministro, el socialista Yorgos Papandreu, sorprendió a propios y extraños al anunciar que sometería este rescate a un referéndum. Antes, los dioses solían reunirse en el Olimpo; hoy, reunidos en Niza, los dirigentes del G-20 no dudaron en llamar a cuentas al rebelde. Entretanto, los mercados -nuevo Hado- respondieron a su apuesta con idéntica furia.
Grecia es la cuna de la democracia directa. La idea de un referéndum no era mala por sí misma, como se apresuraron a tronar Merkel y Sarkozy: a fin de cuentas, serían los ciudadanos griegos quienes decidirían si querían permanecer en el euro -como dicta la ortodoxia de Bruselas- o si preferían enfrentarse al default, como hicieron en su momento Argentina o Islandia y como aconsejan, desde el otro lado del Atlántico, figuras como Paul Krugman o Nouriel Roubini.
En esta ocasión, Papandreu se valió de este instrumento sólo para aumentar su margen de maniobra, sin pensar en sus electores. Amenazado por los Olímpicos, quienes no dudaron en prometer una era de caos para los griegos que votasen por el no, y acosado por las pugnas internas de su propio partido, Papandreu terminó por dar marcha atrás en una actuación que, de no ser tan irresponsable, pasaría ya del terreno de la comedia.
Pero el episodio griego no es sino un síntoma más del estado de la UE. En política exterior, sus 27 miembros no logran ponerse de acuerdo ni siquiera en temas sensibles, como Libia o Palestina. La ausencia de una fiscalidad y una política económica comunes paralizan a la eurozona, dependiente de los oráculos de Berlín. Y los países endeudados se ven sometidos a feroces medidas de ajuste dictadas por líderes de otros países.
La UE ha sido uno de las mayores aventuras de nuestro tiempo. Por desgracia, hoy se muestra atenazada por dirigentes cada vez más populistas -más cercanos a Pisístrato que a Solón- y por una ortodoxia económica que condena a la mayor parte de sus economías a una larga parálisis. Si sus ciudadanos no quieren que la UE fracase o se desgaje, deben exigir a su clase política la única solución que se ha revelado satisfactoria para sus sociedades en más de dos milenios de historia: más Europa. Es decir, reactivar lo que ahora parece imposible: una auténtica unión política y económica de la UE.