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La senda insólita de Delibes

Por 1 de febrero de 2023 Sin comentarios

Jesús Ferrero

 

Miguel Delibes era nieto del sobrino de Léo Delibes, el músico al que debemos la creación de seis óperas, unas cuantas operetas y tres ballets. Según el etnopsiquiatra Tobie Nathan, no podemos llamar ancestro a cualquiera de nuestros antecesores. Ancestro, el ancestro de un clan o de una organización familiar, solo puede ser un antepasado que se distinguió por su vida y su obra. En algunas tribus, ese ancestro suele ser un animal, para dejar aun más marcada su singularidad, indispensable para que haga de sello fundador. Puedo pensar que el gran ancestro que flotó sobre la memoria familiar de Delibes fue el músico francés. Es imposible no tenerlo cuenta, e imposible no escuchar su música, aunque solo sea por curiosidad: “Veamos a ver qué hizo aquel remoto tío mío”. Musicalmente hablando, Léo Delibes fue un romántico atemperado, aunque literariamente abusara del exotismo, y su obra más célebre y la que mejor sobrevive es su ballet Coppélia. Como Charles Gounod, el autor de la ópera Le tribut de Zamora, estaba bastante olvidado pero todo indica que ambos están protagonizando una especie de resurrección muy prometedora, si bien no llega a concretarse del todo. Vuelvo a lo esencial: tener un ancestro inclinado a componer música para ballet te va a dejar necesariamente alguna huella. ¿La literatura ha de ser también una danza? Los santos inocentes lo es: una danza donde, sin renunciar a su claridad de siempre, Miguel Delibes introduce un juego barroco de contrapuntos, de forma que además de ser un drama existencial de gran hondura, es también un concierto y un danzón de exequias a la muerte de una cultura, evidencia que cae sobre nuestra cabeza en las últimas páginas, como una revelación que estaba aguardando desde las primeras.

Léo Delibes conocía el alma popular y la tenía en cuenta, por eso algunas de sus melodías como el Duo des fleurs siguen siendo muy populares, y es evidente que Miguel Delibes podía llegar con su literatura a las clases trabajadoras. Otra peculiaridad a señalar; Léo Delibes fue sobre todo un autor de óperas, y las óperas han de estar bien estructuradas en todos sus elementos, con una trama bien desarrollada, y una cadena de emociones que ha de impulsar al espectador hacia la apoteosis final. La ópera no es ni de lejos la peor escuela narrativa, pues te enseña lo esencial: estructura, acción y emoción. Técnicamente, Miguel Delibes es un novelista de una gran precisión y sabe crear organismos narrativos muy sólidos. Sus novelas nunca son una sucesión de anécdotas y a menudo tienen la redondez argumental de una buena ópera o de una pieza teatral, como ocurre en Cinco horas con Mario.

Decía don Miguel que nada hay más difícil que la claridad y la sencillez. El pensamiento de Delibes me conduce a otro de Nietzsche: “Huyamos de los que enturbian las aguas para que parezcan más profundas.” Y la fama enturbia siempre la persona y la palabra, porque la fama es destructiva y tramposa, ya que se ve obligada a hacer relatos muy simplistas y sintéticos para que puedan expandirse a gran velocidad. “La fama no tiene un lugar donde agarrarse que sea realmente positivo” creía Miguel Delibes, que supo gestionar su celebridad con verdadera maestría. No le gustaban los cócteles ni hablar por hablar. Era algo así como el grado cero de la frivolidad, a pesar de su penetrante y sutilísimo sentido del humor. Se le veía en la cara.

Descubrí a Delibes en la adolescencia, en la biblioteca de mi padre. De vuelta de un viaje a Italia, mi primer viaje al extranjero, estuve leyendo, en una playa llena de barcas de Vilanova i la Geltrú, El camino de Delibes y Los vagabundos del Dharma de Kerouac. La mezcla fue más poderosa que una droga y me tuvo pensativo unos días. Eran tiempos en los que uno descubría a la vez un montón de literaturas diferentes y no sabía cuál elegir. Tras aquel vendaval seguí leyendo a Delibes. Me asombró que fuera el autor de Parábola del náufrago, una novela que sin vacilación califico de jüngueriana y que a mi entender se adelanta a Eumeswil, si bien no a otras novelas de Jünger. No deja de cautivarme que en Parábola del náufrago aparezca la figura del emboscado, junto a la del tirano, el trabajador y el gran silencioso, figuras bien habituales en las fábulas de Jünger. Observamos hasta una especie de anarca entre los personajes principales. La novela es en buena medida una farsa, de la misma manera que Eumeswil es un melodrama político de baja intensidad emocional pero filosóficamente muy cargado, si bien crea un mundo que tiene muchos vínculos con la ciudad concebida por Delibes en Parábola del náufrago.

En los libros de Delibes que me gustan, y que suelo releer, hallo siempre diamantes, a veces en medio de la polvareda o de las cenizas, a veces en un elemento meramente atmosférico, a veces en un personaje, a veces en la manera de rematar una situación. No comparto la idea de que sea un narrador de costumbres. Las costumbres, los hábitos, nunca son ni el nervio dramático ni el principal correlato de sus narraciones, salvo en dos o tres libros que no me interesan demasiado. Volviendo a lo que Delibes dijo sobre la fama, uno se pregunta si ha sido positiva su celebridad. El exceso de reconocimiento puede sepultar la obra, puede anular su poder mágico y talismánico. Convertirse en el símbolo oficial de una cultura es inmensamente peligroso. ¿Por qué colocar a grandes escritores a los que sólo les debemos favores, ante esos abismos, ante esos precipicios semánticos que no se merecen porque lo devoran todo como verdaderos agujeros negros que se abren en medio de los fenómenos culturales, sociales y estatales? Ser el escritor que por decreto gubernamental o por cualquier otro decreto te coloca como símbolo de México te anula al mismo tiempo como escritor, te convierte en un estandarte oficial, instrumentaliza tu obra hasta matarla. Alguien objetará que lo mismo ocurre con poetas en otro tiempo insobornables como Baudelaire y Rimbaud, que ahora brillan como símbolos de Francia y de la cultura francesa. Sí, evidentemente es así: cumplen la misma función que Juana de Arco y Alain Delon. Pero al mismo tiempo los adolescentes del mundo se olvidan de eso, y acuden a la obra de Rimbaud como si fuese un profeta bíblico, probablemente lo es, y parece haberse librado del samsara de la destrucción.

En las antípodas de Rimbaud, ojalá siga también en pie la obra de Delibes, que ni fue un maldito ni tuvo la pretensión de serlo, sin olvidar que todos los lazos familiares y sociales que lo envolvieron no le impidieron nunca ser independiente, firme y esclarecedor. Si vuelvo a su primera novela no dudo de su maestría. Qué escritura más viva, más templada, más hermosa… De adjetivación austera y ajustada, en su primera novela Delibes da muestras de un estilo que aúna realismo e impulso lírico, un impulso que en lugar de adornar la acción la ilumina. Para dejar probado lo que digo, reparemos en el párrafo con el que concluye el primer capítulo de La sombra del ciprés es alargada y donde Delibes nos enfrenta a la soledad infantil:

“Cuando poco más tarde don Mateo me acompañó a mi cuarto y se despidió de mí deseándome buenas noches, volví a experimentar la angustia de soledad que me acongojase una hora antes. Encontré mi habitación fría, destartalada, envuelta en un ambiente de tristeza que lo impregnaba todo, cama, armario, mesa y hasta mi propio ser. Temblaba al desnudarme, aunque el frío no había comenzado aún a desenvainar sus cuchillos. Me daba la sensación de que todo, todo, hasta las paredes y el techo de la habitación, estaba húmedo de melancolía. Por otro lado, nadie se preocupó de llevar a aquel cuarto la caricia de un detalle. Todo raspaba, arañaba, como raspan
y arañan las cosas prácticas. No existía una cortina, o una estera, o una colcha, o una lámpara con una cretona pretenciosa. Allí todo era rígido como la vida…»

Cuando leo a Delibes, procuro despojarlo de los atributos que han ido colgando de su alargada silueta y me quedo con ese Delibes humano, esencial, con el que tuve el honor de intercambiar unas quince cartas, sin bien nunca llegué a conocerlo en persona. Más de una vez estuvimos a punto de cruzarnos, pero algo en el viento lo impidió, de modo que su figura resulta para mí tan próxima como difusa y distante. No experimenté el hecho de sentarme frente a él, detenerme ante su mirada goda, opaca en algunas cosas y en otras inmensamente trasparente. Supongo que en más de una ocasión pude haberme esforzado por conocerlo en carne y hueso, pero había en mí, y juraría que también en él, cierta resistencia. Mejor reducir la amistad a su esencia y mejor que alguno de sus devotos ni siquiera le hubiese dado la mano, yo era ese devoto, casi un extranjero. Con lo cual queda dicho que Delibes es uno de mis maestros, pero sin obviar que se trata de un maestro espectral, como Fitzgerald, como Flaubert, como Defoe, como los grandes maestros. No los puedes tocar, te limitas a acercarte a ellos con humildad y a leerlos. Sus consejos llegan siempre de un más allá que está y no está en el lenguaje, y que desde luego lo atraviesa para clavarse en la conciencia y en la carne y formar desde entonces parte de tu naturaleza.

 

Publicado en la Revista Claves (enero- febrero 2023)

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Jesús Ferrero

Jesús Ferrero nació en 1952 y se licenció en Historia por la Escuela de Estudios Superiores de París. Ha escrito novelas como Bélver Yin (Premio Ciudad de Barcelona), Opium, El efecto Doppler (Premio Internacional de Novela), El último banquete (Premio Azorín), Las trece rosas, Ángeles del abismo, El beso de la sirena negra, La noche se llama Olalla, El hijo de Brian Jones (Premio Fernando Quiñones), Doctor Zibelius (Premio Ciudad de Logroño), Nieve y neón, Radical blonde (Premio Juan March de no novela corta), y Las abismales (Premio café Gijón). También es el autor de los poemarios Río Amarillo y Las noches rojas (Premio Internacional de Poesía Barcarola), y de los ensayos Las experiencias del deseo. Eros y misos (Premio Anagrama) y La posesión de la vida, de reciente aparición. Es asimismo guionista de cine en español y en francés, y firmó con Pedro Almodóvar el guión de Matador. Colabora habitualmente en el periódico El País, en Claves de Razón Práctica y en National Geographic. Su obra ha sido traducida a quince idiomas, incluido el chino.

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