Jesús Ferrero
Por los pasillos del laberinto de Creta ululaban las almas de los muertos devorados por el Minotauro, y la casa de Orestes estaba llena de fantasmas vinculados a la sangre y a la muerte, por eso Orestes huyó de ella y caminó tan lejos como pudo, ignorando que también los cruces de caminos eran frecuentados por los fantasmas.
En los cuentos chinos y japoneses de la antigüedad abundaban las casas invadidas por las almas de los muertos que se resistían a abandonar el ámbito de la vida y llevaban una existencia intermedia que ni era verdadera vida, ni era verdadera muerte.
El libro tibetano de los muertos viene a ser un tratado de esa existencia intermedia por la que flotan las almas de los muertos antes de reencarnarse de nuevo, antes de sucumbir a la tentación de existir, como diría Cioran.
Pero en ninguna edad literaria abundan tanto los edificios habitados por fantasmas como en la época de las novelas de caballerías, que tanto trastornaron la mente de don Quijote. Rara es la novela de caballeros en la que no aparezca algún castillo saturado de fantasmas. El mismo Alonso Quijano tenía su casa tomada por los fantasmas de todos los personajes que habían acompañado sus insomnios. El problema fue que cuando salió a hacer un poco de justicia por los caminos, comprobó con asombro infinito que hasta las planicies más áridas daban cabida a miles de fantasmas que conformaban auténticos ejércitos de naturaleza apocalíptica. El mundo entero era una enorme morada llena de fantasmas.
Todo lo cual para indicar que la casa de los fantasmas es un mito universal tan presente en la antigüedad como en la Edad media, el Renacimiento y el Barroco, si bien será el siglo XIX el que más espacio concederá a las casas fantasmales, a través del Romanticismo, que en su segundo período, al que pertenece Bécquer, va a ser medievalista y va a estar caracterizado por la nostalgia del fango escatológico y embrujado de la Edad Media.
Bécquer, Walter Scott, Hoffmann darán rienda suelta a su sed de fantasmas pululando por las heladas soledades de la muerte. Sin embargo será Henry James, que está muy lejos de ser un romántico, el que llevará a cabo una vuelta de tuerca con el mito de la casa de los fantasmas en su novela Otra vuelta de tuerca, que ha de considerarse un momento angular y fronterizo en nuestra forma de apreciar el mundo de los fantasmas.
Hasta que no apareció Otra vuelta de tuerca, los fantasmas de las novelas eran entidades objetivas, que estaban fuera del observador, pero todo nos indica que en el relato de James los fantasmas están en la mente de la institutriz que protagoniza la narración más que en la casa que habita junto a dos criaturas tan celestiales como terrenales: los hermanos Miles y Flora. En 1898, cuando Freud avanzaba hacia sus descubrimientos fundamentales, Henry James, que tenía un hermano psicólogo, supo indicar lo que va a ser uno de los pilares teóricos del psicoanálisis: los fantasmas no están fuera de nosotros, están dentro, y cuando los vemos ante nosotros es porque hemos proyectado hacia el exterior nuestros demonios íntimos, consiguiendo que aparezcan sobre la malla líquida de la alucinación.
Obviamente, el cine de Hollywood, que busca el fervor de las masas, ha ignorado casi siempre esta tesis, y ha hecho uso y abuso de las casas llenas de fantasmas tradicionales: los que tienen una naturaleza objetiva y moran fuera de nuestra cabeza; los fantasmas de siempre, y que desde siempre han representado el espíritu de difuntos que aún tienen que reclamarle algo a la vida y que se niegan a desaparecer en las extensiones inconcretas del más allá.
En este momento, muchos apoyarían las tesis de James y de Freud, y al mismo tiempo, nuestro inconsciente nunca ha dejado de creer en los fantasmas reales y concretos. Para saberlo me basta con mirarme a mí mismo y acudir a uno de mis recuerdos. Me hallaba en Barcelona, dispuesto a pasar en ella una temporada, y andaba buscando piso. Una tarde llegué a un apartamento del barrio del Paralelo que estaba en alquiler y, nada más abrir la puerta, sentí una extraña sensación de frío y de vértigo. De pronto, tuve la inesperada certeza de que en aquel lugar habían ocurrido hechos terribles y que sus huellas persistían en el aire mareante del salón. Me fui de allí casi corriendo, en busca de un apartamento sin inquilinos fantasmales.