
Jesús Ferrero
En buena medida, casi todas las regresiones de la historia las ha provocado el miedo a pensar, por lo que sería recomendable que le diéramos a ese miedo la importancia que se merece. Ocurre además que el miedo a pensar suele ser tan comunicable como la histeria y tan epidémico como la peste.
Y sin embargo, uno tiene la impresión de que, ya desde el principio, hubo otro camino bien definido: el de avivar las conciencias sin imponer una línea y una ley, mas sin dejar nunca de enjuiciar todo lo enjuiciable y de modificar todo lo modificable, en la búsqueda de una vida más justa y de una realidad menos intolerable, pues, como dijo el poeta, el arte y la filosofía "sólo aspiran a un mundo más benigno" hasta en sus peores y más crudos momentos.
Quizá haya que volver a los que pensaron sin miedo para observar la fractura originaria sugerida en el mito bíblico de Caín y Abel y en la secuencia evangélica del beso de Judas. Dos momentos que postulan que cuando los rencores se coagulan hasta el delirio provocan un instante monstruoso y empieza a correr la sangre.
Desde sus mismos orígenes griegos, la acción y la reacción no han podido despojarse de la tentación del abismo; lo cual no quiere decir que, por ambas sendas, no lleguen a detectarse, aquí y allí, pensadores que renunciaron a la rigidez con palabras y con hechos.
No sabemos la dimensión que hubiese podido tener el marxismo si sus fundadores lo hubiesen despojado desde el principio de pretensiones violentas y de instinto de horda. Quiero con ello decir: no sabemos lo mucho que nos habrían modificado ciertas ideologías del pasado de haber renunciado a la cobardía de no ir más allá de sí mismas. Y es que allá donde empieza la dimensión de la muerte (como amenaza o como certeza), acaba la lengua y acaba naturalmente el pensamiento.
Pero, ¿qué es el miedo a pensar? Básicamente es el miedo a perder la comodidad que nos procuran los lugares comunes y las "grandes ideas" recibidas.
Poner en cuestionamiento esas grandes ideas, que como diría Carver sólo son grandes debido a la inflación y a la repetición, puede dar miedo, y además exige un cierto impulso reflexivo, que para colmo te puede poner en contra de los que no están dispuestos a hacer ese esfuerzo, de los que no quieren salir del redil de los pensamientos sedimentados, coagulados y en definitiva muertos.
Cuesta salir de la muerte, cuesta salir de lo trillado, pero merece la pena, porque el miedo a pensar conduce automáticamente a otros miedos, como en una reacción en cadena de cuyos efectos ya estamos siendo las víctimas en este preciso momento. Por ejemplo: el miedo a pensar tiende a convertirse en seguida en miedo a leer: de hecho son miedos inseparables y muy implicados el uno en el otro.
Se están rebajado los presupuentos del espíritu a la vez que crece el miedo a acercase a la materia oscura de nuestro ser. Como si apartar los ojos de las reflexiones luminosas y audaces, que tocan conciencia y tocan negrura, nos fuera a librar de lo que ya estamos viendo: la profunda devaluación de casi todos los territorios de la cultura y la cada vez más afianzada entronización de toda clase de neologismos para ocultar las llagas (las infamias) que más hieden.
Pues hay que advertir que al miedo a pensar y al miedo a leer se une siempre el miedo a nombrar. Tres miedos copulativos que tienden a producir una triple ceguera que deteriora por igual la conciencia individual, la herencia escrita, y la lengua entendida como herramienta para desvelar el mundo y no para ocultarlo.
Pero que nadie se indigne ante la banalización del saber y ante la envolvente invasión de la estupidez. Son caminos que fueron trazados hace bastante tiempo: quizá al final de los años cuarenta, cuando Europa decidió olvidar y borrar huellas, y dejó la educación en manos de la televisión.
Aquel olvido voluntario está teniendo un grave efecto mariposa que va unido a un efecto bumerán. Por eso, en lugar de avanzar, estamos volviendo a la Europa descerebrada que precedió a la Primera Guerra Mundial, si bien ahora vivimos una época aún más desdibujada, perdidos en una torre de Babel estruendosa, ubicada en medio de la inmensa selva de la ignorancia.