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Arrojados de todos los paraísos

Por 12 de septiembre de 2016 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

Jesús Ferrero

En tiempos de Gauguin el Pacífico era todavía el símbolo de una cierta pureza, y fue quizás el océano más frecuentado por los poetas simbolistas. Las islas del Pacífico encarnaban el mito primordial, el mito que lo determina todo desde el principio y crea desde el principio un destino y a la vez una añoranza: la del paraíso terrenal.

Gauguin y Stevenson tuvieron la osadía de buscar por sí mismos ese paraíso. A Gauguin pudo haberlo guiado la búsqueda de mitos que colmaran su sed simbolista, pero es más probable que lo guiara, como a Stevenson, la desesperación y el cansancio de Europa, quemada por la tuberculosis, el hollín, las hambrunas, la injusticia, la suciedad y la barbarie. Frente a las ciudades llenas de esmog, de casas ennegrecidas y ríos fangosos, el fulgor idílico del Pacífico, el azul casi transparente, las mujeres celebres por su generosidad carnal y su alma voluptuosa. En fin, para qué seguir: un paraíso del todo irreal, allá, en el lejano Pacífico, invocado por Baudelaire en más de una ocasión, y hasta por el mismísimo Rimbaud.

Se le atribuían al Pacífico virtudes rejuvenecedoras: sus aguas podían ser en cierto modo las de la inmortalidad. El pobre Marcel Schwob (uno de los autores más sorbidos por Borges) cayó también en la fascinación pacífica y emprendió un viaje a Samoa, donde acababa de morir Stevenson. Cuentan que ya en Samoa, Schwob ni siquiera bajó del barco y emprendió enseguida el regreso a Francia, donde murió no mucho después de su patética y angustiosa odisea, que en lugar de darle nueva vida le quitó la poca que le quedaba.

De todo lo cual se deduce una verdad que hubiese patrocinado gustosamente Heráclito: dos hombres no se bañan en las mismas aguas aunque estén en la misma playa. Las lluvias de Samoa le concedieron a Schwob el regalo siempre envenenado de la muerte, en cambio con Gauguin funcionó el mito del Pacífico y se encarnó en él sobradamente, concediéndole la inmortalidad (tan sombría como escabrosa) y regalándole algunos de sus cuadros más perdurables. También el mito funcionó en Stevenson, aunque no de la misma manera, pues si bien en Samoa mejoró su salud, no está claro que mejorase su literatura.

Lo más fascinante de la época de Gauguin es que todavía existía la posibilidad de creer en paraísos perdidos. No ocurría como ahora, que ya no queda una sola esquina de la Tierra sin fotografiar. En algún aspecto, aún estaban en la edad de la inocencia y no habían sido arrojados de todos los paraísos.

 

Y de todos los paraísos hemos sido expulsados salvo del que va conformando la imaginación de cada uno: pero ese edén (que a veces puede ser también un infierno) ha existido siempre, y es invulnerable excepto cuando arde avivado por la locura, y aún en ese caso puede albergar islas inquietantes y de una luz cegadora.

 

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Jesús Ferrero

Jesús Ferrero nació en 1952 y se licenció en Historia por la Escuela de Estudios Superiores de París. Ha escrito novelas como Bélver Yin (Premio Ciudad de Barcelona), Opium, El efecto Doppler (Premio Internacional de Novela), El último banquete (Premio Azorín), Las trece rosas, Ángeles del abismo, El beso de la sirena negra, La noche se llama Olalla, El hijo de Brian Jones (Premio Fernando Quiñones), Doctor Zibelius (Premio Ciudad de Logroño), Nieve y neón, Radical blonde (Premio Juan March de no novela corta), y Las abismales (Premio café Gijón). También es el autor de los poemarios Río Amarillo y Las noches rojas (Premio Internacional de Poesía Barcarola), y de los ensayos Las experiencias del deseo. Eros y misos (Premio Anagrama) y La posesión de la vida, de reciente aparición. Es asimismo guionista de cine en español y en francés, y firmó con Pedro Almodóvar el guión de Matador. Colabora habitualmente en el periódico El País, en Claves de Razón Práctica y en National Geographic. Su obra ha sido traducida a quince idiomas, incluido el chino.

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