
Jesús Ferrero
Lo medimos todo en términos de triunfo y de fracaso. Las víctimas de las guerras, las catástrofes, las epidemias, conformaban el ejército de los fracasados, por eso no se les mentaba ni figuraban en el libro de la historia.
Se dice que a partir del Holocausto empezó a cambiar la política con las víctimas, pero no es cierto. Tras la Segunda Guerra Mundial, volvimos a conocer hechos que generaron muchas muertes, y las víctima volvieron a ser ignoradas, a pesar de que son el fundamento de la historia.
Mirémonos a nosotros mismos. A menudo salen en los medio de comunicación personas que han superado la enfermedad, en cambio de los que sucumben solo vamos sabiendo el número. Ignoramos cómo se llaman, desconocemos su agonía y su fiebre. No han vencido y no deben ser recordados. ¿En qué oscura fosa común se disolverán sus nombres para siempre?
¿Nos hallamos ante un problema sin solución? Es cierto que en los últimos tiempos aspiramos a tener más conciencia de las víctimas, pero me pregunto si llegamos a conseguirlo, pues una y otra vez las ignoramos, y una y otra vez las arrojamos al pozo del olvido. La gramática del triunfo y el fracaso nos domina desde la antigüedad (desde Grecia) con su dialéctica impía, probablemente vinculada a la lucha por la vida, y seguimos ubicando a las víctimas en las tristes dimensiones del fracaso. Quizá no tenemos remedio. Hasta ahora, todos los esfuerzos por superar esa dialéctica han resultado vanos en todos los sistemas.