Javier Rioyo
Llevo años despotricando contra eso que se llama puente aéreo. Una forma de transportarnos que no consigue unir Madrid con Barcelona, ni a los madrileños con los barceloneses. Y no será porque no lo intentamos. Un lleno que se repite a casi cualquier hora del día. No porque sea barato, ni cómodo, ni puntual, ni amable… es porque es el único. ¡Ya hablaremos cuando llegue el tren! Me pienso reír del puente, de Iberia y de los aéreos. Pero ahora lo que toca es tragar y tragar. En fin, paciencia y rezos por el AVE.
De trenes acabo de recibir los cuentos y poemas premiados por la Fundación de Ferrocarriles Españoles. Aviso para escritores despistados: son de los mejor dotados de esa selva de muchos premios. Hay unos premios de relato corto y otro de poemas.
Antonio Machado se llama el de poesía y Camilo José de Cela el de cuentos. Y en dinero se llaman así: 15 mil euros a los primeros y 5 mil a los segundos. El premio ya tiene un curioso historial, un buen nivel. Este año los premiados en prosa han sido Fernando León de Aranoa, que ha vencido al veterano Abilio Estévez. Y en poesía el joven Antonio Lucas se impone a Ana Merino. Pero yo no quería hablar de esto, se me han cruzado los trenes en mi historia del puente aéreo, aunque me gustan algunos de los cuentos y los poemas que editan los ferrocarriles este año.
Yo pretendía hablar de la última, corta y eficaz novela de Enrique Murillo. Especialmente pensada para los usuarios del puente aéreo y para los amantes de las pequeñas intrigas cotidianas. La historia, que está basada en un relato que escuché, escuchamos, hace años en un bar madrileño que me era muy cercano, en compañía de Murillo y Dulce Chacón a la periodista Rosana Torres. Aquella era la historia de unas cenizas de un muerto muy querido por quien las transportaba, las cenizas del mismo padre de Rosana Torres, y de cómo a veces la muerte, los muertos, se nos pegan a las uñas. No les contaré mucho, así se llama el relato que en la resucitada Bruguera publica Murillo: La muerte pegada a las uñas.
Todo el relato transcurre en un trayecto del puente aéreo. Un accidentado viaje de Barcelona a Madrid una mañana cualquiera de un día laborable. Al protagonista le sucede algo horrible, inusual, excéntrico y llamativo, el pasajero que ocupa el asiento de su lado no para de hablar en todo el viaje -retrasos incluidos- al tranquilo ejecutivo que pensaba hacer lo que siempre hacemos, viajar sin mirarnos, sin hablarnos, sin sentirnos. Viajar como viajamos esa fauna de pasajeros de esa cosa llamada puente aéreo. Yo me bajo en la próxima.