Javier Rioyo
Subía sin prisas, cosa no tan habitual, hacia casa. Subía en compañía de mis pensamientos, en compañía de mis fantasmas mentales. Tenía la imaginación llena de apariciones, algo que se parecía a un cruce de caras, retratos y autorretratos de algunos de los más grandes pintores del siglo de Picasso.
Las máscaras y sus espejos es una doble exposición que se reparte en el Museo Thyssen y en la sala de Caja Madrid en la plaza de las Descalzas. Estos días es Madrid la capital europea de la pintura y de la escultura. Y eso que todavía no estamos en ARCO. Las posibilidades son tantas que dan ganas de no ir a ninguna parte. Sensación de desbordamiento. Voy poco a poco, otro día hablaré de la impresión del reencuentro con Tintoretto y de las puertas de Cristina Iglesias en el Prado.
Hoy me tocaba el encuentro con esos rostros que se cruzan en mi memoria. Modigliani, Cezanne, Gris, Picasso, Grosz, Beckman, Otto Dix, Dubuffet, Bacon, Saura, Aurbach, Freud. El encuentro con sus retratos, con sus propias máscaras y las máscaras con las que miran al otro. No hay complacencia. No hay mundo feliz, no están tan contentos, no parecen felices, aunque hay excepciones. Y así quedarán más allá de su paso por la tierra. Una galería de tristes, dolientes, sorprendidos, escépticos, desvalidos o evasivos rostros de humanos, demasiado humanos, de un siglo que se divirtió mucho y que mucho sufrió. Ahí están, son parte de la gran historia de la reciente pintura y también son parte de la pequeña y dolorosa historia de los pintados y los pintores. Son nuestra propia historia en ese realista espejo deformante. Muchos están pintados en contra del parecido. En contra del espejo o mirados en esos espejos que quería Valle Inclán, en esos espejos deformantes que eran capaces de hacernos el más fiel de los retratos. Así me pareció con algunos retratos que no eran nada fieles al espejo pero eran demasiado verdaderos. Tan verdaderos que parecían ser capaces de captar el misterio de ese rostro que una vez fue mirado por el pintor.
Subía lentamente después de haber visto la exposición, tranquilo pero haciéndome preguntas. Esa vieja, funesta manía. Me tropecé con una librería de viejo, una de esas que intento evitar para no caer en la misma tentación de todas las semanas. No me resistí. Encontré algunos libros que ya quiero antes de conocerlos. Algunos de esos que ya te han enamorado por las referencias, por las apariencias, sin conocerlos, sin haber convivido. Bellos viejos libros, hermosos como nínfulas. Entre ellos encontré a un viejo amigo, al querido Edmond Jabés y su libro de las preguntas, en esa hermosa edición que hicieron en Siruela. Lo compré pensando en una amiga, debería regalar una vez más ese libro. Otra vez lo abrí, no para buscar respuestas, sino para seguir buscando preguntas. En una página me encontré este diálogo:
“La esperanza se encuentra en la siguiente página. No cierres el libro.
-He pasado todas las páginas del libro sin topar con la esperanza.
-La esperanza quizá sea el libro.”
Seguiré comprando libros. Con la lotería lo llevo fatal.