
Eder. Óleo de Irene Gracia
Javier Rioyo
Unos días en compañía de otros, mis semejantes, mis conocidos y desconocidos hermanos, hermanastros en éste oficio de otro siglo. Ser periodista de cultura es una dispersión acompañada de una especialización en vaguedades. Quizá por esos me gusta. Me permite pasear por calles desconocidas, saltar algunas tapias traseras, proponer algunas fugas y reivindicar esa dulce- o salada o agria- manera de pasar el tiempo con nosotros mismos y con esa subversión que supone ser lector.
En lo que leemos, en eso es dónde nos diferenciamos. También en lo que vemos, tocamos o escuchamos, pero pongamos que hablamos de literatura. En unas lecturas u otras en dónde ya no somos tan afines, ni cercanos, ni hermanos y, tantas veces, ni hermanastros. En una de esas jornadas, dónde pretendíamos entendernos y entender nuestro entorno, de manera muy tajante dije que yo no entendía a mis compañeros que se dedican a éste oficio de leer y recomendar, que no se hubiera leído a Josep Plá o a Julio Camba. El silencio de mi audiencia, después de trazar esa verbal línea "maginot" de mis gustos en el periodismo literario, me comunicó mi soledad.
No me importa irme al infierno en compañía de pocos. Prefiero las minorías aunque me gusta burlar la soledad en compañía. Pero no hace falta comulgar con muchos.
Éstos días estoy de "comunión" con una de las más felices sorpresas literarias de la temporada, Nicolás Gómez Dávila, rescatado por el editor del que más envidio su aislamiento, Jacobo Siruela, por razones que cualquiera entendería. Su libro de pensamientos dispersos es una fuente para ir y volver. No tenemos la misma fe, ni el mismo Dios, pero me deslumbran muchos de sus escolios. Uno me hizo pensar en los días de Verines y en mis "compañeros" de periodismo cultural:
"El intelectual desconfía del intelectual que se baña"