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Blogs de autor

Ya sólo habla de amor

Javier Fernández de Castro

Ray Loriga

Alfaguara

Llegado más o menos al primer tercio de la novela el lector habrá adquirido al menos dos certezas acerca de lo leído: una, que la cosa va lenta; otra, que está muy bien escrita.

/upload/fotos/blogs_entradas/ya_slo_habla_de_amor_med.jpgSupongamos que fuese legítimo aplicar a una obra de ficción esa fórmula capital del periodismo anglosajón, y según la cual toda noticia se compone de hechos (facts) y opiniones (opinions). En tal caso, y una vez doblado el cabo de ese primer tercio de Ya sólo habla de amor, cabría decir que las opiniones ganan abrumadoramente a los hechos, los cuales, más o menos, y hasta ese momento, son los siguientes: un tipo llamado Sebastián sale de su casa camino de la embajada suiza, donde ha de encontrarse con una mujer llamada Mónica, que es morena y tiene "su vida, su novio, esas cosas que la gente tiene". Por su parte, él, Sebastián, tiene una ex mujer y dos niñas y poco más. Al menos que se sepa de cierto. Caso de que acabe llegando a la embajada, y no está claro que lo haga, habrá de bailar con Mónica porque el motivo del encuentro es un baile organizado por la legación helvética. Pero tampoco está claro que Sebastián y Mónica acaben bailando porque da la casualidad de que a ella le encanta la danza pero él apenas si sabe bailar. Y, encima, odia esa actividad. Y puesto que no suele ocurrir que una mujer bella baile mucho tiempo sola, cabe la posible certeza de que aparezca un apuesto suizo y ya se sabe. Hasta aquí los hechos.

Urge aclarar que en Ya sólo habla de amor, Ray Loriga ha introducido un giro importante a su escritura. Junto con este su último trabajo, Alfaguara publica otras dos novelas suyas anteriores, Lo peor de todo (aparecida en 1992, cuando él tenía 25 años) y Tokio ya no nos quiere (de 1999, a los 32 años de edad). Leídas cronológicamente se advierte de inmediato el cambio al que aludo. La escritura que le valió un aprecio casi inmediato era una construcción a base de trazos leves e incisivos, con un tono fresco y descarado y una estética como de cine de barrio neoyorquino. Pero sobre todo era un trabajo hecho desde fuera, como en una mina a cielo abierto. Usando la memoria a modo de máquina extractora, en el material narrativo se mezclaban presente y pasado, mineral y ganga, opiniones y hechos, y retazos y apuntes, todo ello esparcido por las páginas a paso de carga. O como uno de esos cañones que producen nieve artificial.

La suya era, además, una manera de contar que ponía de manifiesto una ruptura radical con la tradición literaria entonces vigente, hecha por hijos de los hijos de la guerra, formados por Franco y la Guerra Fría y que vivieron su última (y casi primera) juerga en mayo del 68. En Loriga y sus contemporáneos ni siquiera era posible detectar una reacción contra todo aquello, un ajuste de cuentas algo tardío pero solidario, un "os vais a enterar ahora que por fin se puede hablar claro". Para nada. Alguien había pasado página definitivamente. La historia seguía pero no en el capítulo siguiente si no en uno nuevo, propio, con sus querellas y sus mitos y sus dioses y sus derrotas. O sea, el infierno de siempre pero de nueva planta. Una construcción propia.

En Ya sólo habla de amor, Ray Loriga ha dado un giro patente a su narrativa. Sigue a lo suyo, como no podía ser menos, con sus viejos guiños y gustos perfectamente reconocibles. Salvo que en lugar de trabajar sobre la superficie ahora lo hace desde dentro. Y con un propósito arriesgado y por ende loable: más que contar una historia (y en este caso uno tendería a pensar que es una historia de amor) lo que le importa es la construcción de un sentimiento, y más concretamente el sentimiento amor, empresa tanto más arriesgada cuanto que se trata de una experiencia acerca de la cual todo el mundo opina, y todo el mundo conoce y cree poseer su propio decir. De ahí los tumbos y las contradicciones, las bravatas y las derrotas, los quiero y los no quiero, las adoro y las detesto, son mi vida pero me matan. Está claro que se trata de un paso notorio y, sobre todo, prometedor, pues trabajar con tanta soltura desde dentro como desde fuera es condición indispensable, y un tipo de dialéctica positivamente enriquecedora, para cualquier buen narrador.

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Javier Fernández de Castro

Javier Fernández de Castro (Aranda de Duero, Burgos, 1942- Fontrubí, Barcelona, 2020) ejerció entre otros los oficios de corresponsal de prensa (Londres) y profesor universitario (San Sebastián), aunque mayoritariamente su actividad laboral estuvo vinculada al mundo editorial.  En paralelo a sus trabajos para unos y otros, se dedicó asiduamente a la escritura, contando en su haber con una decena de libros, en especial novelas.

Entre sus novelas se podrían destacar Laberinto de fango (1981), La novia del capitán (1986), La guerra de los trofeos (1986), Tiempo de Beleño ( 1995) y La tierra prometida (Premio Ciudad de Barcelona 1999). En el año 2000 publicó El cuento de la mucha muerte, rebautizado como Crónica por el editor, y que es la continuación de La tierra prometida. En 2008 apareció en Editorial  Bruguera,  Tres cuentos de otoño, su primera pero no última incursión en el relato corto. Póstumamente se ha publicado Una casa en el desierto (Alfaguara 2021).

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