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Blogs de autor

'El Ebro'

Por 10 de septiembre de 2008 Sin comentarios

Javier Fernández de Castro

/upload/fotos/blogs_entradas/el_ebro_med.jpgPedro Cases

Península

Barcelona, 2008.

Este es uno de esos libros que deberían ser de lectura obligada. Aunque bueno, tal vez exagero porque lo de la obligatoriedad quizá podría poner al autor en una posición embarazosa. En cualquier caso, merecería al menos una amplia difusión. Primero porque un tipo que decide recorrer a pie los cerca de mil kilómetros que hay entre el nacimiento y la desembocadura del Ebro se ha ganado el que le presten una cierta atención cuando pase a relatar lo que ha visto a lo largo de tan prolongado camino. Y segundo porque su lectura quizás contribuiría a mitigar esa odiosa mentalidad atrabiliaria y usurpadora que provocan los ríos, y que tanto perturba la convivencia social.

Un ejemplo expresivo de esa mentalidad a la que me refiero es la imagen de la virgen del Pilar que alguien ha tenido la ocurrencia de colocar, con su columna y todo, en el nacedero del río en Fontibre. Porque el Ebro, por si alguien tenía alguna duda, es aragonés, y qué mejor forma de afirmar su aragonesidad que plantar una imagen del Pilar en plena provincia de Santander. Que las restantes comunidades vertebradas en mayor o menor medida por el Ebro (esto es, además de Aragón, Cantabria,  La Rioja, Navarra y Cataluña)  manifiesten un similar sentimiento de propiedad, o que incluso hayamos asistido a intentos más o menos encubiertos o explícitos de nacionalizar los respectivos tramos del río son otra prueba más de esa mentalidad acaparadora e insolidaria que tan conveniente sería erradicar.  Cabe decir a este respecto que la editorial, Península, ha elegido como portada del libro una fotografía del Ebro discurriendo mansamente a los pies del Templo del Pilar. Pero tampoco es cuestión de cargar sacar conclusiones extemporáneas. A lo mejor el editor sólo deseaba rendir un pequeño homenaje al autor, Pedro Cases, que es de Zaragoza aunque radicado en Madrid.

Uno de los muchos efectos que la lectura de este libro podría tener en los lectores demasiado apegados a su terruño es la pérdida de algunos de sus tópicos más arraigados. El Ebro es uno y es múltiple. Unas veces ha sido él quien ha tallado el paisaje y otras muchas ha sido el paisaje quien lo ha conformado a él. A veces se muestra joven e impetuoso y a veces cansino y avejentado. En determinados puntos es una auténtica bendición y una fuente inagotable de riqueza, pero unos pocos kilómetros más abajo quizá puedan verse todavía los destrozos que provocó la última vez que se salió de madre. Las profundas gargantas que se han visto obligado a tallar para salir del laberíntico sistema Cantábrico contrastan casi dolorosamente con los gigantescos meandros que dibuja al atravesar la parte baja de Los Monegros, una zona tan llana que ha propiciado la creación de inmensos pantanos en los que el agua languidece mortecina entre pedruscos y secarrales. Pero por encima de todo, y dentro de su fantástica variedad, el Ebro es una entidad única y vertebradota, y que ha ejercido y ejerce todavía una influencia decisiva en la economía y la configuración social y política de las poblaciones esparcidas en los 85.362 km2 que ocupa actualmente su cuenca hidrográfica. Tratar de imponer  cualquier particularismo local sobre tan avasalladora totalidad es, además de cerril, claramente injustificable.

Pero se impone una aclaración: en modo alguno quisiera transmitir la  sensación de que el autor haya escrito su libro enfebrecido por la necesidad de emprender una cruzada contra las ideas atrabiliarias, o que avance de región en región decapitando tópicos y disparates a mandobles como si fuera un Cid justiciero. Nada más lejos de su intención. Él va a lo suyo, que es sobrevivir a las acechanzas del camino, asegurarse un techo para la noche y tratar de culminar los veinte kilómetros diarios que se ha impuesto como jornada, procurando de paso no perderse los valores paisajísticos, históricos o artísticos que van saliéndole al paso. Lo que ocurre es que acompañar a alguien que está atravesando a pie tantísimo paisajes y poblaciones da tiempo de sobra para pensar y desarrollar muchas de las  ideas y noticias reseñadas por el autor en su papel de testigo ocasional.

Al mismo tiempo, y de paso que se combaten usurpaciones fluviales sin ninguna base plausible,  también se ven confirmadas algunas ideas generalizadas pero refrendadas por la realidad. Así, por ejemplo, sería dejar atrás Miranda de Ebro y adentrarse en la Rioja resiguiendo los grandes meandros que por allí traza el Ebro y no hablar de las viñas y el vino que caracterizan ese paisaje riojano tan alabado por su buen gobierno. O, llegados a Tudela, cómo no empantanarse con esa obra magna de la Ilustración que es el Canal Imperial de Aragón, con la majestuosa presa para la toma de agua, la casa de compuertas y el reformado palacio de Carlos V. O cómo no rendir tributo al propio canal, obra de Ramón de Pignatelli y único vestigio que resta de la ambiciosa iniciativa de Santos Ochandátegui, el arquitecto vizcaíno afincado en Navarra y que pretendía unir el Cantábrico con el Mediterráneo enlazando el Ebro con los cauces de los ríos Aragón, Arga, Araquil y Araxes, al que se accedería gracias a un gigantesco túnel que permitiría llegar a Lasarte-Oria, ya en  el País Vasco. Casi da pena cuando el autor pierde de vista a tan disparatado vestigio y lo deja avanzando  por las tierras que el propio canal fertiliza hasta adentrarse en Zaragoza, donde devolverá las aguas al gran río.

Y podrá parecer que no, pues para entonces llevamos leídas más de trescientas páginas, pero desde la capital de Aragón todavía queda un largo trecho hasta la desembocadura, sobre todo para alguien que va  a pie. Y si tanto insisto en esa forma de desplazamiento es porque de ella se desprende el verdadero carácter del libro. La dificultad del camino, el cansancio, la soledad o los achaques físicos del caminante están siempre presentes, y en muchas ocasiones son tan impositivos que borran todo lo demás. Y quienes acostumbren a hacer a pie largos desplazamientos (tipo Camino de Santiago y demás) habrán vivido sin duda muchas veces ese momento en que uno cambiaría gustoso la historia, la cultura, el arte y la visión del ave o el paisaje más bello por un simple bocadillo, o por la posibilidad de sentarse a fumar un cigarrillo a la sombra y con los pies sumergidos en el agua.

Pero la poderosa presencia del río es un continuo, es el curso que impulsa el caudal de sentimientos y percepciones y estados de ánimo que constituyen todo viaje. En su día, al autor no le fue fácil descender desde Peñalabra hasta el Delta. Y tampoco al lector le resultará sencillo seguir tan laboriosa aventura desde su cómoda atalaya. Y, sin embargo, una vez avistado el mar, el autor y el lector dan por finalizado el empeño con la seguridad de haber culminado una gesta notable, en el curso de la cual tienen asimismo la seguridad de haber crecido en edad y sabiduría.  

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Javier Fernández de Castro

Javier Fernández de Castro (Aranda de Duero, Burgos, 1942- Fontrubí, Barcelona, 2020) ejerció entre otros los oficios de corresponsal de prensa (Londres) y profesor universitario (San Sebastián), aunque mayoritariamente su actividad laboral estuvo vinculada al mundo editorial.  En paralelo a sus trabajos para unos y otros, se dedicó asiduamente a la escritura, contando en su haber con una decena de libros, en especial novelas.

Entre sus novelas se podrían destacar Laberinto de fango (1981), La novia del capitán (1986), La guerra de los trofeos (1986), Tiempo de Beleño ( 1995) y La tierra prometida (Premio Ciudad de Barcelona 1999). En el año 2000 publicó El cuento de la mucha muerte, rebautizado como Crónica por el editor, y que es la continuación de La tierra prometida. En 2008 apareció en Editorial  Bruguera,  Tres cuentos de otoño, su primera pero no última incursión en el relato corto. Póstumamente se ha publicado Una casa en el desierto (Alfaguara 2021).

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