Javier Fernández de Castro
Alejandro Gándara
Alfaguara
El día de hoy es el relato minucioso y extremadamente preciso de un día que comienza a las 7:20 de la mañana y termina a una hora imprecisa, aunque tardía, de esa misma jornada. Pero no se trata de un día cualquiera, al menos no para Ángel Santiesteban, un hombre que de algún tiempo atrás viene provocando a los acontecimientos para que hoy, precisamente hoy, no le quede más remedio que tomar una decisión trascendente [y sobre la que no pienso dar detalles porque, al menos en lo que al presente escrito se refiere, lo relevante es la necesidad de hacer y no la causa de dicha necesidad, que pertenece al terreno estrictamente novelístico].
El problema, o al menos uno de los problemas, es Goro, un adolescente muy movido y desorientado y que tiene a su vez sus propios problemas. Bien es verdad que en el fondo no le pasa nada que en mayor o menor medida no les pase a todos los adolescentes, pero como es hijo suyo, Santiesteban se cree obligado a hacer algo a ese respecto. Hace algún tiempo que la madre encontró otro amor y se fue a probar suerte. Y él, el padre, es un jardinero sin trabajo que por aquellas cosas de la vida se ha encontrado sin comerlo ni beberlo teniendo a su cargo un hijo y un perro. Durante algún tiempo ha ido capeando la situación como ha podido hasta que, llegado un momento preciso (hoy), toma la decisión de darle a su vida, y de paso a la de todos, un buen golpe de timón.
Se trata, pues, de un relato aparentemente cotidiano acerca de una familia desestructurada pero como tantas. Lo verdaderamente distinto es el tratamiento que le da Alejandro Gándara, un escritor en plena posesión de los recursos narrativos y que, sin aspavientos ni alardes, sólo a base de rigor y buen hacer, obtiene un muy notable rendimiento a un material que en manos de otro escritor con menos garra e imaginación no resultaría especialmente prometedor.
Una vez metidos en faena, no deja de ser sorprendente que un hombre inmerso en una situación límite preste tanta atención a las gentes y las cosas del barrio durante el ritual paseo matutino con el perro; que se dedique a recorrer todos los mercados y supermercados del barrio pese a que no va de compras; que se meta en querellas absurdas con unos u otros, desde un pordiosero profesional a la bruja de su vecina, todo ello sin ni siquiera prestar al menos un poco de atención a su situación laboral, que vaya desastre también: debe dinero a la seguridad social y al casero, no ha pagado desde hace semanas a la profesora particular del crío, los del parking le andan persiguiendo para que pague y en el peor momento se gasta la práctica totalidad del dinero que le queda de por vida en comprar unos percebes carísimos. Y por si fuera poco, a los escasos posibles clientes que le salen casi contra su voluntad les da un trato entre arrogante y desganado que, lógicamente, no le reporta ningún empleo. Ni qué decir tiene que al amigo bien situado y dispuesto a prestarle dinero le dará el mismo trato entre arrogante y displicente que a sus no-clientes. Por todo lo cual no es de extrañar que termine la jornada sin un duro, hasta el extremo de que antes de irse a la cama en ayunas le dará de cenar al perro lo único comestible que hay en la casa, un bocadillo de calamares. Pero con su chorrito de ketchup, eso sí.
Lo que ocurre es que después de pasar casi 24 intensas horas con ese elegante diseñador de jardines ideales en paro, al llegar la noche el lector ya tiene toda clase de pistas para sospechar que no se trata simplemente de un calamidad buscando desesperadamente que le caiga el rayo que acabe con él de una vez, ni que sea un tipo torpón e incapaz de entender las leyes del mundo o que se haya estado entranando toda la vida para que un buen día (por ejemplo hoy) la vida se las dé todas de golpe y en el mismo carrillo. Qué va. Al contrario. Precisamente porque se sabe incapaz de enfrentarse a esa situación que él mismo ha provocado, y cuya solución ya no admite demora, el taimado jardinero ha llevado a cabo una sutil maniobra -una auténtica obra de arte- destinada a que sean los acontecimientos, y no él, los verdaderos responsables del (inevitable) desenlace. Como en toda tragedia. No fue él. Fue el destino. Pero lo dicho: sin alardes ni despliegues trepidantes. Con el solo apoyo de una prosa de gran solidez y solvencia, el relato se desarrolla en una suerte de crescendo armónico y sin fisuras camino de su lógico fin.