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Crónicas Ibéricas

Por 10 de noviembre de 2008 Sin comentarios

Javier Fernández de Castro

Tras los pasos de George Borrow,

vendedor de biblias en el siglo XIX

David Fernández de Castro

Altaïr

Sabía con toda certeza que de un día a otro, qué vida esta, acabaría apareciendo sobre mi mesa de trabajo el libro en el que mi hijo David ha estado trabajando durante los cuatro últimos años. /upload/fotos/blogs_entradas/cronicasibericas_med.jpgA lo largo de ese tiempo han ido apareciendo periódicamente sobre mi mesa unos manuscritos cada vez más trabajados y maduros. Y hasta me he visto implicado en alguno de ellos, probablemente con mejor voluntad que acierto.

Ahora que puedo ver, tocar y oler el resultado de tan enorme empeño, no puedo por menos que recordar la vez que vi a Henry Moore hablar de su forma de esculpir una de sus obras. Y digo que le vi hablar porque se valía del rostro y el cuerpo entero para subrayar aquello que él, un hijo de minero, creía no estar expresando bien con la palabra. Hasta que dando una gran voz que atrajo la atención de todos los que estaban el hall del hotel del West End donde me había citado para la entrevista, me hizo un gesto de espera con aquellas manazas suyas como de descargador de muelle y subió a su habitación. Al volver traía consigo una vieja carpeta llena a reventar de bocetos, apuntes tomados en servilletas de pub, recortes de revistas y otros tesoros por el estilo. Y unas horrorosas fotografías en blanco y negro. Las había hecho su mujer porque también a ella le llamaba la atención cómo se desarrollaba un proceso de creación y había querido plasmarlo. En una se veía a Henry sentado en una silla y mirando atribulado un gigantesco pedrusco de mármol que casi ocupaba por entero el estudio. En la siguiente se veía a Henry, todavía más atribulado, mirando la piedra desde otro ángulo. En una posterior ya se había acercado y parecía estar arrancando con la uña una esquirla medio suelta. Y en las restantes se le veía atacar al pedrusco , primero armado de martillo y escoplo y luego valiéndose de las diferentes herramientas que sirven para picar, cortar, hendir o alisar la piedra.

"Lo importante es seguir las vetas que encuentres", decía señalando con aquel dedazo como de herrero una forma redondeada que surgía del mármol y que bien podría acabar siendo un hombro desnudo de mujer. El reto, decía, era encontrar un equilibrio entre las formas que él llevaba en la cabeza y las que iba encontrando en el mármol según perseguía hasta el final las vetas que iba poniendo al descubierto a martillazos.

Salvadas las obvias distancias, en el caso de un escritor que decide seguir los pasos de un tipo al que le dio por venir a España a vender biblias protestantes en plenas guerras carlistas (inglés tenía que ser), seguir una veta bien puede implicar subirse a un tren y luego empalmar con un autobús y luego con otro hasta llegar a Finisterre. Y a lo mejor el viaje ha merecido la pena porque allí hay un borroviano que se sabe hasta el último paso de Borrow en Galicia y te ofrece un tesoro. O bien acabas tomando el té en el palacio de los Medina-Sidonia en amable charla con la última descendiente de tan noble familia. Y que en vida fue tachada de roja para arriba, aunque probablemente se quedaría muy sorprendida de oírse llamar "veta".

Pero también llega el día en que, fatalmente, hace hora y media que esperas a un autobús y no pasa, y encima se pone a llover y se ha levantado un viento racheado que mete la lluvia incluso bajo un techado. Y ves pasar los coches y te sientes reflejado en las miradas de sus ocupantes que sólo ven, en esa tarde de perros, a un tipo refugiado bajo el techo y las mamparas de la parada de un autobús que ese día no ofrece servicio (algo que por allí sabe hasta el aldeano más garrulo), pero allí está el forastero, calándose como un tonto pese a tener el paraguas abierto. Y diciéndose a sí mismo, el tonto, qué se le habrá perdido a él en ese culo del mundo cuando encima la veta daba directamente contra un muro ciego.

Y de eso va el libro. O de eso van todos los libros. Y como decía el bueno de Henry mostrándome aquellas manos de uñas rotas y los dedos llenos de costurones y torcidos a fuerza de martillazos mal dirigidos, "te dejas las manos justamente para que no se note que te has dejado las manos y parezca que la escultura ya estaba en la piedra y tú sólo has tenido que retirar la ganga". Y es verdad. Lo que cuenta es el resultado y no el empeño. Y el resultado, por fin, ahí está. A disposición del que sienta curiosidad por saber de qué va eso de querer venderles biblias a los españoles en tiempos de guerra.

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Javier Fernández de Castro

Javier Fernández de Castro (Aranda de Duero, Burgos, 1942- Fontrubí, Barcelona, 2020) ejerció entre otros los oficios de corresponsal de prensa (Londres) y profesor universitario (San Sebastián), aunque mayoritariamente su actividad laboral estuvo vinculada al mundo editorial.  En paralelo a sus trabajos para unos y otros, se dedicó asiduamente a la escritura, contando en su haber con una decena de libros, en especial novelas.

Entre sus novelas se podrían destacar Laberinto de fango (1981), La novia del capitán (1986), La guerra de los trofeos (1986), Tiempo de Beleño ( 1995) y La tierra prometida (Premio Ciudad de Barcelona 1999). En el año 2000 publicó El cuento de la mucha muerte, rebautizado como Crónica por el editor, y que es la continuación de La tierra prometida. En 2008 apareció en Editorial  Bruguera,  Tres cuentos de otoño, su primera pero no última incursión en el relato corto. Póstumamente se ha publicado Una casa en el desierto (Alfaguara 2021).

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