Francisco Ferrer Lerín
Hubo un tiempo de enorme regocijo en el que jóvenes pletóricos de exigencia clamaron por la calle “català a l’escola”. Aquello pareció el culmen del listado de libertades que el pueblo exigía en el final de la dictadura. Nada podía ser igual en el futuro y la enseñanza en las añoradas lenguas maternas era la señal de partida, el punto de inflexión que marcaría un antes y un después en el proceso de recuperación de los derechos fundamentales del ser humano. Nadie había sido agraviado de tal modo durante la dictadura como el sufrido pueblo catalanoparlante y ahora era por fin el momento de poner las cosas en su sitio. Sí, con Franco se siguió publicando en catalán, pero sin subvenciones, sí, con Franco se siguió hablando en catalán, pero en la intimidad; era llegado el momento de emerger con todo el esplendor normalizando una situación que resultaba insoportable.Y, con el Estado de las Autonomías, llegaron las herramientas para conseguir el cambio: surgió, lentamente al comienzo, a alta velocidad poco después, la llamada Inmersión Lingüística, una extraña denominación de aire deportivo que permitió a los ciudadanos catalanes liberarse de la pesada carga que suponía expresarse en español. Una fórmula, sin duda de gran éxito, que en otras Comunidades Autónomas no tardó en adaptarse con la complacencia de todos conformando, de esta manera, la siguiente obviedad: nadie será feliz si no reside en un lugar que disponga de una lengua diferente a la del resto, además, claro está, de una selección de fútbol. De hecho los avances en este sentido han sido espectaculares: el panocho, la lengua de la huerta murciana, por extensión, pues, la lengua propia de la Región de Murcia, parece ser que ya tiene un departamento, de igual rango que el dedicado al castellano, en una universidad europea, concretamente en la ciudad francesa de Pau.