Francisco Ferrer Lerín
Busco, en la agenda de mi iPhone, la dirección postal de mi amigo el industrial Gallardo y, de modo involuntario, constato la gran cantidad de nombres almacenados que no sé a quién corresponden, y no es que no les ponga cara es que no sé qué personas son esas, diría que nunca había oído semejantes apellidos. Luego, horrorizado, descubro el abundante plantel de fallecidos, algunos a los que telefoneaba con cierta asiduidad y otros que quedaron allí por cortesía tecnológica. Pero no son esas las reflexiones importantes que ofrece la lectura de la lista, la reflexión importante, iluminadora, es la que gravita sobre un hecho poco estudiado; cuántos de los registrados se alegrarán al conocer la noticia de mi muerte. Veo a Luis García Folgado al que convencí para que invirtiera en aquel fondo, a Benigno Antonio García Tenebro al que le rayé el coche en el aparcamiento de Callao dándome a la fuga sin saber que me estaba observando, a Marta Giménez de la Hoz a la que le rompí el sujetador en la sofocante y mutitudinaria cola de españoles apiñados en el vestíbulo del cine de Perpiñán donde proyectaban El último tango en París, a Sebastiá Grimau Puigdangolas a quien afeé en público su horrible acento catalán en la boda en Toledo de su única hija, a Marta Gutiérrez Arderiu a quien abrasé al menos dos dedos de una mano cuando recogió una de las monedas al rojo vivo que mi padre y yo arrojábamos desde la ventana a la calle partiéndonos de risa…, la relación resulta en extremo prolija y, no me apetece, desde luego no en este momento, proporcionar tal caudal de placer a un batallón de mentecatos; retrasaré el suicidio.