Félix de Azúa
La niña es muy pequeña, tiene catorce meses, sin embargo muestra ya una gran afición por la música. Su favorito es "El Moldava", de Smetana. Como ha visto a sus padres poner una y otra vez discos en el aparato y tiene notables dotes de observación, sabe cómo encender la cadena. Cuando le vienen ganas de oír a su músico favorito, ella misma se acerca al amplificador y aprieta el botón de encendido. Luego se pone de puntillas, sube la mano hasta el lector de CD y pulsa el botón correspondiente. En cuanto ve que las luces brillan, se vuelve hacia su padre o hacia su madre o hacia ambos y les mira con un gesto de extraordinaria seriedad, pero imperioso. Su padre, su madre o ambos, se precipitan a poner "El Moldava".
Ya había yo observado que casi todas las madres suben en brazos a sus hijos hasta los botones del ascensor para que los pulsen, acción que puede llevarse un tiempo con el consiguiente cabreo de los que esperan. Lo mismo con los timbres del interfono en algunos domicilios: "Anda, toca, a ver si te contesta alguien". Y que muchos niños (por ejemplo, la niña pequeñísima de la que hablo) cogen los teléfonos de sus padres, simulan marcar un número, y se ponen el aparato en la oreja. Como la niña pequeñísima no sabe hablar, suelta una retahíla de polisílabos, nanananana pacapocopuyapocopata. Veo a los niños actuales extremadamente adheridos al botón universal, por ejemplo en los ordenadores de sus padres, a los que se encaraman y toquetean el teclado hasta que en la pantalla aparecen ventanas inverosímiles o el aparato se apaga con un mugido de agonía.
Observando la conducta infantil de un modo científico, me pregunté el otro día cuál había sido mi primer botón. Pregunta que luego he repetido a mis amigos. Nadie lo recuerda, o mejor dicho, han de hacer un esfuerzo para recordarlo. Si son menores de cuarenta años, algunos tienen presente una televisión de juguete que les regalaron y en la que aparecía Pluto cuando se apretaba etcétera, o incluso un animalito mecánico que oficiaba cuando se le daba al botón. Es el caso de un oso panda que la niña pequeña hace cantar dándole a un botón que descubrió ipso facto, el primer día de tenerlo entre sus manos. "Soy un panda juguetón del balón soy el campeón…" canta el oso ante los horrorizados padres. La niña se contonea. Le gusta la música.
Yo diría que el primer botón consciente que recuerdo fue el de una radio alemana marca Nordmende, de pilas de petaca (ya casi inencontrables), que me regalaron cuando aprobé el primero de bachillerato en su totalidad de una tacada, y que aún conservo a pesar de las burlas que provoca. Eran botones protuberantes, con coronas finales de color rojo sangre. Al apretarlos soltaban un sonoro "clac", como si partieran nueces. Para mí lo de los botones tenía entonces un carácter transcendental y los teléfonos eran de dial, o sea, con agujeros en lugar de botones. Había muy pocos botones que sirvieran para algo en aquellos años infelices. Ahora, en cambio, todo viene a resumirse en un botón.
Como en aquella película de Paco Martínez Soria que comentaba admirado cómo en la ciudad le dabas un pellizco a la pared y se encendían las luces, así también ahora los niños apenas se percatan de que toda su vida, todos sus actos, el placer, el trabajo, la salud, el dolor y el ardor, dependen de un botón. En realidad de muchos botones. Uno de los cuales por cierto, sólo puede pulsarlo el presidente de los EEUU y lo lleva en un maletín.
Artículo publicado en Jot Down.