Félix de Azúa
Una cruz en Duchov I
La más antigua metáfora que conocemos es aquella que nos estimula a ver en todas las criaturas y fenómenos un reflejo nuestro, como si el mundo fuera un espejo y toda la creación se hubiera hecho a nuestra semejanza. Los técnicos la llaman "metáfora antropológica" y consiste en creer que todo nace, crece, se reproduce y muere, como solemos hacer los humanos. No sólo plantas y árboles, mamíferos e invertebrados, sino también las cordilleras, los volcanes, los mares y los hielos, el cosmos entero, nacerían, crecerían y acabarían muriendo como un humano cualquiera.
La fuerza inmensa de esta metáfora influye incluso en nuestro modo de entender la historia, con imperios o naciones que pasan de un momento primitivo a la plena madurez y luego a una decadencia anunciadora de la muerte. Sin embargo todos sabemos que es tan sólo una ficción poética. Ni los imperios, ni los árboles, ni las cordilleras nacen, crecen y mueren, entre otras consideraciones porque no hay nada en el mundo natural que tenga alma, sea de árbol, de elefante o de territorio. Sólo las almas nacen y mueren; sólo los humanos tenemos alma, es decir, conciencia. Esa conciencia es propiamente conciencia de la muerte y no atormenta sino a los efímeros mortales. No hay que engañarse, lo único que muere en el cosmos son las almas.
Bien pudiera ser que la tremenda potencia del libro que el lector tiene en sus manos obedezca a que es una de las más perfectas formas que se le ha dado a la metáfora antropológica, el nacimiento, desarrollo, decadencia y muerte de un hermoso animal contada por él mismo. Casanova expone su vida como una brillante floración en uno de los más frondosos jardines del siglo XVIII, la República de Venecia; le sigue un crecimiento deslumbrante en las cortes más poderosas de Europa; viene luego una madurez robusta, aunque algo pálida, durante la cual esa viva lumbre se va achicando poco a poco; y por fin una decadencia insoportable a la que sólo la muerte puede aliviar. Muchas, innumerables han sido las vidas que se han contado según esta metáfora que solemos llamar "biográfica", es decir, que dibuja una vida biológica de nacimiento a muerte, pero posiblemente la de Casanova sea la más perfecta desde el punto de vista artístico, la de mayor riqueza constructiva y reflexiva.
Siendo una metáfora, la incógnita primera es la de su veracidad. ¿Es cierto todo lo que Casanova cuenta en su pretendida autobiografía? La pregunta es estéril. Si sólo hubiera narrado "la verdad", el libro conocido como "Histoire de ma vie" creo que carecería de interés literario, aunque bien podría haber sido un gran documento para historiadores y sociólogos. Lo asombroso es que en su estado real, "Histoire de ma vie" es, además de un documento de singular importancia sobre la vida europea en el siglo XVIII, también una obra maestra literaria, un relato que conmueve, exalta, divierte, inspira, solaza, y excita tanto la lujuria como el raciocinio (Nota 1).
Al arte de Casanova se lo debemos, y ese arte consiste propiamente en haber construido un personaje indudablemente amable, simpático, inteligente, vigoroso, sagaz, curioso por la ciencia de su tiempo, de ideas perfectamente modernas, con una energía sobrehumana para resolver problemas prácticos, en fin, un galán absoluto. Aunque también un sinvergüenza, un estafador, un timador, un mentiroso, un vanidoso, un aprovechado. Nada oculta Casanova, o bien, si se prefiere, lo que oculta salta a la vista del lector perspicaz. Como en toda obra de arte moderna, son las sombras lo que construyen la parte luminosa del héroe.
Para conseguir semejante tour de force es preciso advertir sobre una peculiaridad casi detectivesca del manuscrito, cuya enrevesada historia dejamos para un apéndice técnico. Está de sobras documentado que Casanova quería escribir su vida desde que nace hasta 1797, y tal es el título original. Sin embargo la historia se interrumpe con chocante brusquedad en 1774. Ello es debido a que el final de Casanova, los terribles años de su vejez (y no son pocos), habrían precisado otra narración distinta y aún opuesta. Una cosa es exponer sin pudor la decadencia de la edad, cuando Casanova es expulsado de todas las cortes europeas y no tiene dónde caerse muerto, pero aún está entero. Y otra cosa es contar cómo cayó muerto, en efecto, durante veintitrés espantosos años en un infierno apartado del mundo, consumido a fuego lento, muerto en vida. Ese final no es galante, no es dieciochesco, para ser narrado habría precisado el talento de un escritor moderno, un Dostoievsky, por ejemplo, ebrio de metafísica, o un Thomas Bernhard ebrio de resentimiento. Casanova, sin embargo, no es un romántico sino un clásico, y carece de órgano para la desolación, el resentimiento, la melancolía o la metafísica. Su muerte, según le dicta su conciencia, no le importa a nadie, o a nadie debería importar. Por lo tanto, queda fuera de l’histoire de ma vie.
La interrupción del relato en 1774 elimina oportunamente la parte insoportable de la metáfora, el borde abismal de la vida: su insignificancia, el enigma de nuestra mortalidad. Nosotros, lectores modernos, estamos obligados a preguntarnos: ¿De qué le habrán servido esos magníficos años juveniles, cuando Casanova saltaba de cama en cama, de corte en corte, se paseaba cubierto de diamantes y se permitía recibir cumplidos de Federico de Prusia y de Catalina de Rusia, si al cabo hubo de soportar más de veinte años en estado de piltrafa humana? Por fortuna, Casanova no era un escritor moderno y ni se le ocurrió que ese pudiera ser asunto para dar a leer al público educado, de manera que su historia es una exaltación de la potencia biológica en estado puro y tan sólo una insinuación de que ese poder es transitorio. Como inspirado por Nietzsche, el veneciano bailó una última furlana sobre su propia tumba, mientras admiraba los brillos y resplandores del tiempo pasado.
El gran héroe atemporal, Aquiles, moría joven por la envidia de los dioses. Casanova, que ya no podía creer en ninguna divinidad, sustituye la mano de los dioses por su propia pluma y decapita al ser que ha creado cuando todavía sus brillos no se han apagado por completo. De ese modo consigue algo que Proust replantearía de un modo radical (y moderno) un siglo más tarde: que el esplendor sólo permanece vivo en el arte literario y que hay que escribir contra el presente, contra el fracaso del instante, en busca de un tiempo irremisiblemente perdido, si uno quiere mantener en este mundo el precioso tiempo pasado, aquel en el que era posible decir: "Detente instante, ¡eres tan hermoso!". No con otra intención escribe Casanova su Histoire de ma vie, para que su esplendorosa juventud no se vea vencida y humillada por la calumniosa vejez, para que la ironía filosófica no ría rencorosa desde una esquina del libro esperando su momento y afilando la guadaña.
Notas al texto
(1)- La documentación que aporta Casanova sobre la vida europea del XVIII es gigantesca. Uno de sus últimos biógrafos (Alain Buisine) ha censado las ciudades en las que vivió el tiempo suficiente como para tener aventuras o experiencias notables: Venecia, Padua, Corfú, Constantinopla, Ancona, Roma, Nápoles, Dresde, Praga, Viena, Lyon, París, Milán, Mantua, Cesena, Bolonia, Parma, Vicenza, Ginebra, París, Dunkerke, Ámsterdam, La Haya, Munich, Colonia, Bonn, Stuttgart, Estrasburgo, Zurich, Baden, Berna, Basilea, Lausana, Aix-les-Bains, Grenoble, Aviñón, Marsella, Metz, Antibes, Génova, Livorno, Florencia, Turín, Londres, Riga, Mitau, San Petersburgo, Moscú, Berlin, Wesel, Dresde, Leipzig, Ludwigsburg, Colonia, Aix-la-Chapelle, Augsbourg, Madrid, Toledo, Zaragoza, Valencia, Barcelona, Montpellier, Nimes, Aix-en-Provence, Marsella, Praga, Spa, Varsovia, Niza, Pisa, Siena, Roma, Sorrento, Trieste, Gorice, y Duchov. Esto sin contar los múltiples regresos a París, Bolonia o Venecia. Es algo inaudito en su tiempo, cuando viajar era peligroso y quebraba la salud del más brioso. Por ejemplo, Diderot murió en esas fechas como consecuencia de un viaje a Rusia. Tanta movilidad ha infundido sospechas sobre actividades de espionaje que pudo llevar a cabo Casanova. Hay que contar, además, con la magnífica capacidad de Casanova para divertirse en los más diversos ambientes, desde las cortes de los grandes monarcas a la amable atención de una cocinera de posada, de modo que tenemos el retablo completo de todas las clases sociales de la Europa dieciochesca.