Félix de Azúa
Hará cosa de un mes comenté en esta misma página su enfermedad, pero la verdad es que no anticipaba tan funesto resultado. La muerte de Christopher Hitchens duele como la de un buen amigo o la de ese articulista al que leemos todos los días buscando iluminación, consuelo o entendimiento. Nos deja en una soledad difícil de remediar. ¿Con quién tomaré café yo mañana?, nos decimos. ¿A quién leeré para ver si coincido o disiento? Porque eso sólo es posible con gente a la que uno respeta.
Tenía Hitchens el valor añadido de que aunque pertenecía a la zona más inteligente e incisiva del pensamiento político, la anglosajona, era de fácil extrapolación a la situación española. Dicho en plata: combatía al mismo tipo de político taimado, hipócrita e inmoral que hemos de soportar nosotros. De manera que, fácil es deducirlo, se trataba de un hombre de izquierdas a la manera clásica y por lo tanto enfrentado a la izquierda establecida y parasitaria.
El proceso ha sido imparable. Durante su juventud, pronto se convenció de que los partidos comunistas eran cómplices de una masacre física y moral comparable a la de cualquier fascismo, pero también se percató de la falacia ínsita en los partidos socialistas europeos:
"El gobierno laborista estaba formando un Estado corporativo: una alianza entre el gran capital, los burócratas de los sindicatos y el gobierno, de la que surgiría una jerarquía impermeable" (p.112)
Supongo que la situación que describe les resulta familiar. Es una cita de sus memorias, "Hitch 22" (Debate), libro ineludible para cualquiera que desee saber cómo se forja una conciencia independiente en una sociedad gregaria. Naturalmente también encontrará defectos, como la vanidad o el esnobismo, pero no los escondía sino que se curaba de ellos poniéndolos en pública exposición.
En su siguiente etapa, la trotskista, fue implacable con los santones de la izquierda de salón, la del 68 y sus caprichos, la que aún perdura en España entre lo más conservador de nuestra progresía:
"Si hubo dos pseudointelectuales que definen la idiotez moral de ese periodo, estos serían Herbert Marcuse y R.D.Laing. Al primero se le había ocurrido el concepto de "tolerancia represiva" para explicar que el liberalismo era solo otra forma de tiranía, y el segundo era un aspirante a psiquiatra que pensaba que la esquizofrenia, en vez de ser una enfermedad terrible pero tratable, era una "construcción" social impuesta por la ideología de la familia" (p.115)
La cantidad de gente que en España se tomó en serio a estos dos fraudulentos predicadores, es escalofriante. Muy temprano también comprendió el disfraz que la corrección política significaba para la izquierda en general, y su utilidad para una dirección política sin escrúpulos. Ese ha sido también el estómago agradecido de los socialistas españoles:
"Diré algo sobre la vieja izquierda "radical": nos ganamos nuestro derecho a hablar e intervenir por medio de la experiencia, el sacrificio y el trabajo. Nunca nos habría bastado levantarnos y decir que nuestro sexo, o nuestra sexualidad, pigmentación o discapacidad, eran cualificaciones por sí mismas. Hay muchas formas de fechar el momento en que la izquierda perdió o descartó su ventaja moral, pero esa fue la primera vez que vi que la traición requería un precio tan bajo" (p.152)
En los últimos años las más mediáticas figuras del PSOE, por no hablar de los socialistas secesionistas, han pertenecido a esta funesta familia del agravio comparativo y la panfilia universal que es una de las causas mayores del hundimiento ético de la izquierda.
Y por supuesto, Hitchens vivió la carnicería irlandesa con perfecta y lúcida independencia, consciente de los crímenes de estado del ejército británico, pero también de la ferocidad analfabeta de los irlandeses:
"Los líderes locales generados por los "problemas" en esos sitios (se refiere a Gaza, Líbano y Chipre) no quieren que haya una solución. Una solución significaría que no los tratarían con deferencia los mediadores de la ONU o de Estados Unidos, que no los invitarían a elegantes congresos internacionales de alto nivel, que la prensa dejaría de tratarles reverencialmente y que no podrían ganarse un sobresueldo con chanchullos de contrabando y protección. El poder de esa clase parasitaria fue lo que prolongó la lucha en Irlanda del Norte durante años y años después de que a todo el mundo le resultara evidente que nadie (excepto los del chanchullo) podía "ganar". Y cuando terminó, demasiados de los tipos del chanchullo también se convirtieron en beneficiarios del "proceso de paz"" (p.178)
Parece como si Hitchens hubiera asistido a las tertulias de Patxi López o de Eguiguren con los asesinos vascos y escuchara el repugnante encomio de los del chanchullo.
Bueno, nos hemos quedado sin referente. Habrá que buscar uno nuevo, si lo hay, porque no parece que entre las generaciones menores de cincuenta años vaya a salir una gran aportación política o moral. La última, la de la Puerta del Sol, da mucha penita. Pero la esperanza es lo último que se pierde.